domingo, 9 de septiembre de 2012

De la escogencia de cargos públicos por sorteo: ¿disparate o solución?


Postconvencionales No. 4, noviembre 2011,
pp. 53-74. ISSN 2220-7333.
ESCUELA DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y ADMINISTRATIVOS

De la escogencia de cargos públicos por sorteo: ¿disparate o solución?
Este artículo proviene, en su mayor parte, de los capítulos finales de El sorteo, escogencia de cargos públicos por selección aleatoria. Trabajo especial de investigación [sin publicar]. Caracas: Escuela de Estudios Políticos y Administrativos, Universidad Central de Venezuela, (septiembre 2008).
Sebastián Cova
Universidad Católica “Andrés Bello”

Resumen
A diferencia de lo que podría parecer de entrada, la escogencia de cargos públicos por selección aleatoria (sorteo) no es ni absurdo, ni una práctica desconocida en la historia política de Occidente. Una indagación, tanto en las constituciones de las más significativas ciudades-estado de la Antigüedad y de la Edad Media, así como en la filosofía política anterior a la Revolución Francesa, revelará, con facilidad, que el sortear cargos, no sólo era conocido, sino que era bastante común, al punto de ser considerado un mecanismo esencial a las formas de gobierno basadas en la libertad. El propósito de este trabajo es, primero, demostrar lo común que era la selección aleatoria tanto en la práctica como en la teoría política anteriores a la Revolución Industrial y, luego, tratar de esbozar una teoría que analice el porqué de dicha institución y su importancia en garantizar la Libertad y la Igualdad, tan caras a los Occidentales.

Tabla de contenidos
1. Introducción
2. Razones de su olvido
3. Algunos rasgos históricos comunes
4. La posibilidad del sorteo en el siglo XXI
5. Conclusión

1. Introducción
La mayor parte de las veces en que he mencionado a alguien el tema del presente texto, la reacción ha sido similar: casi nadie entiende la relación que pueda haber entre sorteo y política. Cuando al explicarles que estudio el sorteo como un método de selección de cargos públicos, pocos vislumbran de qué manera puede ser el mismo un mecanismo, no digamos ya confiable, sino tan siquiera concebible para algo tan “delicado” como lo es la escogencia de los administradores del Estado.

Sin embargo, el estudio de la historia da a entender algo completamente distinto: si de forma mágica pudiéramos traer al presente a algún filósofo político anterior al año 1789, para que tuviera la oportunidad de analizar los principios políticos vigentes en la actualidad, seguro nos terminaría por preguntar, sorprendido “¿Cómo es que no han considerado al sorteo como método?” Y es que, efectivamente, incluso entre quienes se le oponían de forma tajante, los teóricos de la política previos a la Revolución Francesa, sabían muy bien que la opción de sortear un cargo era válida dentro de cierta lógica y conjunto de valores, donde la libertad y la participación abierta en los asuntos públicos se tenían como bienes supremos. Y si bien estos no eran los fundamentos que se perseguían durante la Ilustración, para los promotores de ésta tenía sentido aplicar el sorteo en las ocasiones en que tal forma de gobierno libre quisiera ser implementada. Que estos mismos filósofos descartasen al sorteo por no considerarlo adecuado para sus propósitos, era un asunto completamente distinto a descartarlo sobre la base de que la idea fuese absurda y sin siquiera méritos para la consideración.

De los ejemplos que provee la historia, me ha sido posible extraer tres características principales, presentes siempre que el sorteo fue tanto aplicado como teorizado, y de los cuales se pueden derivar sus principios fundamentales. Estos son (1) Se realizó como solución espontánea a problemas emergentes; (2) fue siempre una solución propia de cada comunidad; y (3) se practicaba entre voluntarios.

Ahora bien, lo común y esencial que fue el sorteo, tanto en la práctica como en la teoría, lleva a preguntarse: ¿Cómo es posible que desapareciera de ambas (práctica y teoría), en unas pocas generaciones luego de las revoluciones Atlánticas, al punto que hoy en día su sola mención parezca una excentricidad? Pero esta pregunta, lejos de servir para comprobar lo contraproducente de sortear cargos, sirve como una comprobación, si se quiere “negativa”, de los principios que definen a dicha práctica. Responder a esta pregunta me llevará, nuevamente, a hurgar en la historia, en este caso, la historia de la elección; sin embargo, esta aparente desviación (que no es tal) servirá como marco para el análisis del sorteo.

2. Razones de su olvido
Como he detallado en otra oportunidad (Cova, 2008), en todos los lugares y las épocas en que ciertos cargos públicos eran sorteados, el resto de los mismos eran elegidos, es decir, asignados mediante la votación de toda o una parte de la ciudadanía que escogía entre dos o más candidatos a ocupar dichos cargos. En Atenas, la elección era utilizada para asignar menos del 15% de las magistraturas, mientras que en Roma, la elección era la norma y el sorteo sólo se aplicaba como un correctivo para solucionar los defectos inherentes al método electoral. En Florencia, elección y sorteo eran combinados en varios niveles; mientras que en Venecia, donde, al igual que en Roma, la elección era la norma, apelaban al sorteo sólo en el inicio del proceso electoral.

Pero con el ascenso de los monarcas absolutos al inicio de la Modernidad, quedaron fuera de lugar todos los mecanismos de selección distintos a la sola y simple voluntad del rey, lo que produjo que, en la teoría, los filósofos no realizaron ya mayores discusiones acerca de las virtudes y defectos de ambos métodos, elección y sorteo, salvo por los casos en que, como ya vimos, los circunscribían al análisis histórico, y no ya dentro del debate político contemporáneo, centrado para entonces en torno a las facultades y alcances del poder soberano del Estado.

Ahora bien, antes de que esto último sucediera, en el interior de la sociedad feudal y estamental del centro y norte de Europa, se gestaron cambios en la forma de gobierno tradicional, en donde el rey era, antes que nada, un señor de la guerra, comisionado a conducir a sus súbditos en el combate y de mantener el orden y la seguridad durante la paz. Se trata de la aparición de las primeras asambleas estamentales que, con diferentes nombres, eran convocadas por el monarca para obtener Auxilium et Consilium, es decir, ayuda y consejo en la dirección del reino.

Por esta vía, nobles y burgueses urbanos hallaron modesta aunque significativa participación en los asuntos políticos de los nacientes Estado-nacionales. Y si bien en un primer momento sólo se los requería para aprobar las demandas militares y financieras de la corona, el tiempo probó que la reunión de dichas asambleas era una amenaza para el creciente poder monárquico, el cual, por reacción, terminaría reduciendo, dispersando o hasta eliminando las asambleas, y concentrando en la persona del rey todos los poderes que antes eran sólo obtenibles por la aprobación de aquella.

Una excepción en esta historia política fue Inglaterra, donde las pugnas, principalmente de orden religioso, mantenidas entre la corona y el parlamento a todo lo largo del siglo XVII, concluyeron en un par de deposiciones reales -la primera con decapitación del soberano incluida- y el triunfo del Parlamento, con cuya aprobación debían contar desde entonces los monarcas para designar a los ministros que desarrollarían las labores de gobierno.

Los detalles de la historia resumida en los párrafos anteriores no compete a los objetivos del presente trabajo , salvo por el importante hecho de que la escogencia de quienes se reunirían en lo que desde entonces se conoció como la House of Commons (cámara de los comunes) del Parliament (parlamento) inglés, eran notables designados por sus coterráneos, quienes los escogían en honor a su respetabilidad, posición social o tradición familiar. Estos Members of Parliament (MP) representaban a las ciudades y comarcas más importantes mediante una autoridad fideicomisaria, es decir, autoridad propia suficiente para decidir qué era lo mejor, sin necesidad de un mandato delimitado por sus representados, ni el deber de consultar con éstos cada vez que fuera a tomarse una decisión trascendental; los MP actuaban de acuerdo, principalmente, a su criterio.

Ahora bien, durante los primeros siglos de existencia de este sistema, los MP era muchas veces “honrados” por sus vecinos de parroquia o comarca a través de aclamación, sobre la base de que confiaban en ellos para la dirección del reino. Sin embargo, el devenir político posterior a la Revolución Gloriosa de 1688-1689 había generado una fractura en el interior de la élite política inglesa, oponiendo a dos facciones con visiones distintas sobre el papel del gobierno y la manera de administrarlo, situación que condujo a que los incipientes partidos ingleses, para dirimir sus diferencias, convocaran elecciones en las que obtendrían el respaldo y legitimidad necesarios para formar gobierno y proponer políticas.

Los colonos ingleses trasplantaron esta tradición representativa al Nuevo Mundo, poniéndola en práctica primero en sus asambleas coloniales y, luego de la Independencia, en sus legislaturas municipales, estadales y federales.

De esta manera se evidencia que el moderno e innovador Gobierno Representativo, no descendía por línea directa de la tradición republicana, contraria al poder absoluto de los reyes, sino que, de hecho, fue desde sus inicios perfectamente compatible con dichas monarquías, siendo en realidad una adaptación y moderación de éstas, antes que una respuesta contraria.

La vinculación entre representatividad y republicanismo comienza realmente durante las revoluciones liberales que sacudieron el Atlántico a fines del siglo XVIII, durante las cuales, la propia evolución de los acontecimientos, primero en América y luego en Francia, hicieron incompatible el grado de representación y control público que demandaban los revolucionarios, con el grado de hegemonía y control que aún conservaban los reyes y sus cortes , lo que tampoco significa que los revolucionarios actuaran en total desconocimiento de lo argumentado desde hacía siglos por la tradición republicana.

Rousseau, Montesquieu y Harrington eran autores de renombre, muy leídos en la Francia y América pre-revolucionarias, lo mismo que Maquiavelo, Guicciardini, Cicerón y Aristóteles. Así mismo, el estudio de la historia antigua era casi un deber entre los intelectuales, quienes veían en Roma, Esparta y Atenas dignos ejemplos de virtud ciudadana, demostrado por la preeminencia en sus debates de temas como las causas de la decadencia de la República Romana, así como la utilización de los nombres Brutus, Cato y Publio para firmar con seudónimos los panfletos políticos que escribían en apoyo de sus ideas. La tradición republicana grecorromana fue de inspiración para lo fundadores del Gobierno Representativo, sin embargo, no fue de ella que extrajeron los mecanismos e instituciones de gobierno, por más que copiaran algunos nombres.

En cuanto al gobierno popular de ciudadanos reunidos en asamblea, propio de las ciudades-estados del pasado, no era una idea concebible por la mente de los revolucionarios finiseculares, formados en el contexto de Estados-nacionales, monarcas y parlamentos de nobles y burgueses, sistemas políticos donde la legitimidad residía en la tradición ―en el caso de los reyes― y en el voto de confianza otorgado por los representados ―en el caso de las asambleas estamentales―. Así, cuando a los ojos de sus súbditos, los reyes habían dejado de ser una seguridad para el mantenimiento del orden y el resguardo de la propiedad ―perdiendo con ello el aprecio y respeto de sus gobernados― pensaron que se debía a que los nobles recibían su poder por herencia, sin estar verdaderamente capacitados para ello y desconociendo, a causa de su vida palaciega, las necesidades y devenires reales de la población.

Al mismo tiempo, la experiencia americana, tan alejada del rey y del parlamento como para asegurar que se gobernaban por si solos, sumado a la aparentemente igualitaria prosperidad que se extendía por esas tierras ―libres de nobles y de vasallos― convencía a propios y extraños de que una forma de gobierno, o incluso una forma de organización social completamente nueva, era posible.

Si embargo, como demuestran los debates en el seno de la Convención Constitucional de Filadelfia de 1787, así como los publicados en prensa para debatir la ratificación del proyecto de Constitución, los políticos americanos no negaban la existencia de una aristocracia, ni la posibilidad de que existieran personas más capacitadas que otras para el ejercicio de la política. Sin embargo, para los Padres Fundadores, la aristocracia era natural, formada a través de la experiencia y descubierta por sus conciudadanos mediante la elección, para ellos muy diferente de la europea, que lo era por cuna, cerrada e impuesta a la población desde hacía más de mil años.

De esta manera, los Padres Fundadores americanos parecen coincidir con la tradición de autores que, desde Platón hasta Rousseau (cfr. Cova, 2008, Cap. III), consideraban a la elección como el mecanismo por el cual se escogía a los gobernantes en una aristocracia. Pueda que dicha coincidencia haya sido en parte producto de la lectura de estos mismos autores y en parte producto de su propia experiencia como políticos activos desde los días anteriores a la Revolución. En cualquier caso, lo cierto es que para los promotores de la Independencia americana, una élite en potencia reside en el seno de toda sociedad, siendo las elecciones la manera de descubrirla y ponerla al frente de la dirección de los proyectos comunes.

Vista esta historia, no es difícil concluir que el sorteo fue descartado como método de selección en el momento de la fundación de los Gobiernos Representativos, por el simple hecho de que para los revolucionarios fundadores lo importante era conferir legitimidad a la clase dirigente y no imponer una igual oportunidad de participación en el poder. Para americanos y franceses, el gobierno debía estar en manos de una élite natural, es decir, una élite salida de la misma población y autorizada por ésta para ejercer el gobierno, situación diferente a aquella en que la totalidad de la población ejerce constantemente dicha labor. Por ende, el método necesario era aquel donde la ciudadanía escogiese, eligiese quiénes eran los más capaces de entre ellos mismos y los llevase al poder. En un sistema como éste, el sorteo tenía poca cabida.

Queda claro entonces porqué el sorteo no se utilizó para escoger cargos públicos: no es un mecanismo que determine quién es mejor para ejercer labores de gobierno, ni tampoco otorga legitimidad a quien salga seleccionado, componentes ambos de carácter elemental en una forma de gobierno que, en sus orígenes, no se pretendía democrática. Continuemos ahora con el análisis del sorteo, a través del estudio de sus principios en el ámbito del gobierno popular.

2. Algunos rasgos históricos comunes
Al estudiar los casos históricos en que se aplicó el sorteo, lo primero que vemos es cómo éste fue introducido de manera espontánea, no con arreglo a ideas eternas y absolutas, sino como una solución práctica, propuesta en medio de situaciones conflictivas y aceptada por el grueso de las partes en conflicto como la única forma de escogencia verdaderamente neutral, carente de ―o al menos muy poco influenciable por― intrigas y manejos políticos.

Evidencia de esto lo hallamos en el momento en que Clístenes, habiéndose asegurado ya el mando de Atenas, reordena el Ática distribuyendo aleatoriamente a los recién creados demos en 10 nuevas tribus, con el objetivo de fomentar el espíritu de unidad entre toda la población a la vez que debilitar la base de poder de los clanes terratenientes rivales al suyo, fragmentándola en pequeñas parcelas y uniéndola a intereses mercantiles y artesanales opuestos a los agrícolas.

Para reforzar este logro y evitar que la antigua clientela de los aristócratas, por más que separados geográficamente, siguiera votándoles por costumbre, o que emergieran nuevas aristocracias en el seno de las nuevas tribus, Clístenes y sus partidarios impusieron que la duración de los cargos fuera anual y que una misma persona no pudiese ocupar cualquier cargo por dos años consecutivos. El sorteo fue introducido entonces para garantizar dicha rotación, así como para asegurar la participación de las bases de poder clisteniana ―en su mayoría personas de los órdenes medios e inferiores― quienes obtenían de esta manera una igual probabilidad de salir seleccionados, independientemente de sus orígenes o condiciones socioeconómicas.

Cien años más tarde, en el siglo IV, las evidencias indican que la extensión del sorteo en la selección de los tribunales populares se hacía aún en función de fines prácticos, ya que en un principio los Dikasterion se componían de 201, 401 o el número respectivos de jurados, sobre la base de diez grupos prefijados, de 600 integrantes cada uno, asignados al inicio del año en el sorteo para constituir el panel de los 6.000 jueces. Pero a medida que fueron pasando los años y se descubrieron notorios casos de intimidación, chantaje o soborno, las mesas fueron constituidas, primero, por el orden en que fueran llegando los jurados, luego se introdujo que estos grupos se asignaran por sorteo a los diferentes casos para finalmente, en 378 a.C., establecer que cada uno de los voluntarios que se presentasen fueran sorteados a cada panel de 201, 401, o más; una vez constituidos estos, se asignaban a los casos respectivos también por sorteo, de modo que nadie supiera sino hasta el último momento quiénes iban a ser juzgados por quiénes.

Dado que los tribunales populares fueron obra de Solón ―quizá la única institución democrática en que fuentes e historiadores atribuyen sin lugar a dudas al famoso legislador― quiere decir que desde el momento de su introducción hasta la época de Aristóteles ―un período de alrededor de 250 años― fueron modificados numerosas veces con la intención de corregir los defectos que iba revelando la práctica; como la mayoría de estas reformas incluyó la extensión del uso del sorteo, quiere decir que dicho mecanismo fue introducido con la mira siempre puesta en la solución de problemas coyunturales.

En Roma, el sorteo fue introducido cuando los cambios en el número y estructuración de las centurias implicó la inevitable participación de los ciudadanos pertenecientes a la segunda clase censitaria ―o pueda incluso que hasta la tercera, según fuera el verdadero alcance de las reformas socioeconómicas hechas en el siglo III a.C.― lo que urgía a aplicar una manera rápida de alcanzar consensos electorales. Como el haber fijado de una vez y para siempre la centuria con prerrogativa hubiese terminado otorgando mucho poder a los integrantes de la misma ―reduciendo la necesidad de los candidatos en hacer campañas entre los integrantes de la última centuria de primera clase― se acordó entonces que la prerrogativa, es decir, el derecho a votar de primero, se sortearía cada vez que hubiese elecciones, de modo que los candidatos hicieran igual campaña en cada centuria sobre la base de que no sabrían cuál votaría de primera.

Una situación muy similar aconteció en los comicios tribales, donde las 35 tribus votaban a la vez, cruzando cada una sus votos por los diferentes candidatos de la manera que mejor les pareciera. Esta situación producía una alta probabilidad de arrojar como ganadores a varios aspirantes para un mismo cargo. La manera de solucionarlo fue establecer que el puesto lo obtenía quien alcanzara de primero una mayoría simple (1/2+ 1) de los votos. Pero como esta nueva regla otorgaría mucho poder a la tribu cuyos votos se contasen de primero y poco o nada a la última ―en el caso de que el orden de apertura fuera fijo― se introdujo aquí también entonces la solución utilizada para las elecciones centuriales: escoger por sorteo la tribu cuya urna electoral fuese escrutada primero, de modo que los candidatos se promovieran en igual proporción frente a todos los votantes.

Las ciudades italianas de la Alta Edad Media también sortearon sus magistraturas. Como he detallado en otra oportunidad (Cova, 2008), lo hicieron en el marco de las sucesivas experimentaciones llevadas a cabo para controlar el acceso a los ambicionados cargos públicos de la comunidad. A veces suprimieron el método para probar escogencias hechas únicamente por elecciones, lo que iniciaba motines, protestas y acusaciones de fraude o manipulación, que sólo conducían a la re-institución del sorteo.

Relacionada estrechamente con esta primera característica de la escogencia por suerte, extraída de la evidencia histórica, hallamos también el hecho de que en todos estas comunidades, el sorteo fue implementado como una solución propia, es decir, no fue aplicado en cada caso por imitación a otros, ni mucho menos bajo un ideal de que, al establecer un gobierno de base amplia o popular, el sorteo era el mecanismo de selección obligado. Si escoger por suerte fue en cada caso una solución práctica a los problemas del momento, es lógico pensar entonces que el método surgía como solución espontánea, incluso en las ocasiones en que, como sucedió en el Medioevo, se supiera que en otra parte se había aplicado con éxito o incluso cuando, en el caso griego, Atenas obligara a varias de sus poleis aliadas a establecer sistemas democráticos con sorteo incluido. Pero si una ciudad aplicaba el método luego de saber la manera en que se usaba en otra, era por la urgente necesidad de buscar una salida a los problemas propios y no por un deseo explícito y concreto de imitar a sus vecinas.

Finalmente, la característica más importante es que el sorteo se realizaba entre voluntarios, nunca entre ciudadanos pasivos, sin interés o voluntad de participar. Pero sobre este punto volveré más adelante, dado que lo considero vital para entender la verdadera esencia de la elección por suerte. Proseguiré más bien aquí con el análisis de los orígenes y objetivos.

En cuanto a los orígenes del sorteo, las explicaciones que lo vinculan con la religión han quedado desacreditadas por completo, tanto las referidas a la Antigüedad clásica como a la Edad Media.
En la actualidad carece de sustento la idea, planteada por Coulange (cfr. Cova, 2008), de que la escogencia por suerte en Atenas date de una época arcaica, en la que todo giraba en torno a la religión, siendo el sorteo la manera de conferirles a los magistrados el consentimiento de la Divina Providencia. Se le descartó porque las evidencias históricas y arqueológicas halladas señalan que el primer método utilizado fue la elección y no el sorteo.

Igual fenómeno se observa durante la Edad Media, cuando lo único preocupante para Papas y teólogos era que usaran el sorteo como práctica adivinatoria, mientras que no se oponían si era para resolver pugnas políticas o disputas distributivas. De haber sido originalmente una práctica religiosa ―hecho que debería estar conservado en textos y tradiciones de las que, sin embargo, hasta hoy no se conoce ninguna― la Iglesia no hubiese objetado su uso y, por el contrario, es hasta probable esperar que hubiese avalado su extensión en el mundo laico.

Las referencias religiosas sugeridas por las fuentes clásicas y entendidas por Coulange como indiscutible prueba del carácter religioso de las magistraturas, puede compararse con lo que sucede en una importante institución antigua, de alcance internacional y que ha sobrevivido hasta nuestros días, el Papado. En la actualidad ―pero desde hace varios siglos― los Papas son elegidos por el Colegio de Cardenales, quienes consideran que el Señor, cuya guía invocan antes de pasar a votar, orienta y avala los sucesivos sufragios. De ahí no se desprende entonces que la elección sea en todo el mundo una práctica derivada de la doctrina cristiana ni que los resultados electorales sean aceptados, en cada caso, por ser la voluntad de Dios.

Queda claro entonces que el origen del sorteo no era una extrapolación de prácticas religiosas ni implementado por razones “ideológicas”, sino que era ideado e introducido con fines prácticos. Sobre cuáles eran estos fines y de qué manera los garantizaba el sorteo se comprueba a través del análisis del caso ateniense.

Aristóteles (Política, VI, 2, 1317b) dice que el principal objetivo de la democracia es el mantenimiento de la Libertad, entendida ésta como la capacidad de vivir como se quiera ―en lo privado― y de ocupar cualquier cargo ―en lo público―. La peor amenaza contra la Libertad es el gobierno, por lo que es mejor entonces que no exista. Pero si su existencia es requerida, entonces sus instancias de decisión y ejecución deben estar compuestas por la totalidad de la ciudadanía, de modo que los intereses de todos sean escuchados y nadie abuse del poder.

Es por esta razón que, en democracia, el poder reside en el Demos, en el pueblo, quien toma decisiones reunido en asambleas convocadas periódicamente y en la que cualquier ciudadano tiene derecho de participar y hacer oír su voz.

Ahora bien, la ejecución de las decisiones del Demos no pueden llevarse a cabo por la totalidad de la población, por el simple hecho de que las ejecuciones requieren supervisión constante y la democracia se ha instituido precisamente para que las personas puedan dedicarse a vivir sus vidas como mejor les parezca. Por ello, el cumplimiento de las decisiones del pueblo se encomienda a un reducido grupo de personas, las estrictamente suficientes para garantizar la ejecución de las mismas.

Pero esta solución entraña un problema: nombrar encargados de hacer cumplir las leyes es potencial amenaza para la soberanía del pueblo reunido en asamblea, dado que los funcionarios podrían volverse expertos conocedores de su oficio y llegar a hacerse indispensables para la continuidad del gobierno, poniendo así en riesgo el sistema democrático y la Libertad misma.

La solución ateniense fue la de reducir el mandato de los magistrados a un solo año, establecer exámenes tanto previos como posteriores al ejercicio de los cargos ―con la posibilidad de descalificar a un aspirante o de penalizar a un ex funcionario― el derecho de revisión por la Ekklesía de todas las gestiones a lo largo de sus períodos de ejercicio y, sobre todo, la prohibición de ejercer la misma magistratura en más de una oportunidad.

Hasta este punto, no parece asomar la necesidad de sortear los cargos, ya que podría pensarse que con limitar los períodos de servicio público es suficiente. Pero he aquí que Aristóteles introduce una idea que seguramente era muy extendida en la Atenas de su tiempo y que arroja luces sobre los ideales políticos que motivaron la utilización del sorteo. Dice el filósofo de Estagira que, de existir una sociedad en la cual un grupo dentro de ella fuera perfecto, es decir, que estuviera dotado de las mejores virtudes humanas, lo lógico sería pensar en designar a dicho grupo para que sea quien vele por los demás, ocupando perennemente los cargos de gobierno. Pero como tal sociedad no existe y los humanos son imperfectos y variados por naturaleza, es entonces necesario que de lo público se ocupen todos, rotándose por las distintas magistraturas.

Y es que en la rotación de los cargos públicos, Aristóteles encuentra la mejor escuela de gobierno, dado que, la persona que hoy es gobernada, mañana podrá ser quien gobierne, sólo para volver a ser un ciudadano corriente pasado-mañana. De esta forma, alternando entre el gobierno y la “sociedad civil”, se le confiere a quienes dirigen en un momento determinado, una idea real de la situación en que viven sus conciudadanos, así como evitar, mediante el temor de estar luego en la posición contraria, que abusen de los poderes de los que están investidos momentáneamente. De esta manera, carecería de sentido tomar una decisión beneficiosa sólo para el grupo dirigente o dedicarse a perjudicar a los contrarios, ya que se sabrá de antemano que en poco menos de un año no se poseerá poder alguno para perpetuar la situación promovida.

Con este objetivo aclarado es que Hansen (1991), Staveley (1972) y Headlam (1891), pero en especial Manin (1998) ―quien sintetiza como nadie los trabajos de sus tres predecesores― entienden porqué los griegos consideraban al sorteo como un mecanismo mucho más apropiado que la elección a la hora de garantizar el ideal de la rotación. La elección requiere, tanto que alguien tenga la iniciativa de ocupar un cargo como de que los demás piensen que él es el más indicado para ejercerlo. Si el resto de los ciudadanos piensan que el candidato es digno de ocupar un cargo una primera vez, puede que también lo consideren digno para una segunda, tercera o cuarta oportunidad, lo cual, por otro lado, reduciría significativamente la necesaria rotación. Si como una solución a este problema se prohibiera la reelección, se estaría restringiendo entonces el derecho inalienable de la ciudadanía de expresar su opinión, inconcebible en un sistema donde la asamblea del pueblo es soberana. Con el sorteo, en cambio, la opinión de nadie es consultada, por lo que el único afectado por la prohibición de ocupar dos veces la misma magistratura sería el interesado en ejercerla.

Es ésta la razón principal detrás de la implementación del sorteo: garantizar una mayor rotación como mecanismo del gobierno popular donde en ningún caso el ejercicio diario y constante del poder puede ser practicado por la totalidad de la ciudadanía.

Sin embargo, la veracidad de esta conclusión, por más que parcial, parece mermar si se la somete a la luz de un par de excepciones halladas en la experiencia histórica, nuevamente la ateniense. Se trata del caso concreto de las magistraturas militares ―desde el inicio de la Democracia― y las magistraturas financieras ―luego de la restauración de la misma, a inicios del siglo IV―. ¿Por qué entonces, si el sorteo garantizaba la rotación, este grupo de magistraturas fueron siempre electas y nunca designadas por la suerte?

La idea general es que estos dos grupos de cargos eran los más dignos e importantes de Atenas, además de ser los únicos que requerían un mayor grado de capacitación técnica, por lo que sortearlos habría sido una afrenta contra la majestad de los mismos, así como un riesgo enorme, dada la posibilidad de asignarlos a personas sin conocimientos verificados. Es ésta, al menos, la idea que con más frecuencia se halla en la casi totalidad de las obras históricas modernas. Sin embargo, aunque contiene elementos verídicos, no es del todo atinada en su explicación, veamos porqué.

La sociedad griega antigua era una sociedad guerrera. El mismo nombre con el que designaban a sus comunidades, polis, que originalmente significa “fortaleza”, lo certifica; también lo prueba el hecho de que las ciudades griegas que rivalizaban rara vez firmaban acuerdos de paz, en su lugar acordaban treguas por períodos específicos, así como el que el entrenamiento militar era un requisito obligatorio por parte de todo varón llegado a la adultez en aras de obtener pleno uso de sus derechos políticos.

En una sociedad conformada en torno a la constante presencia de la guerra ―aún cuando pasaran años sin pelear una sola batalla― el rol del jefe militar es muy importante, al punto que el comandante llega a ser necesitado y aclamado por la comunidad de hombres en armas, quienes son los que deciden quiénes de entre ellos son los más capacitados para dirigirlos hacia la victoria.

Esto quiere decir que la elección de los jefes que comandarían las unidades tácticas ―cualquiera fuera el tamaño o composición de estas― era una decisión que competía únicamente a los implicados, es decir, a los integrantes de dichas unidades tácticas, quienes buscaban en sus jefes las cualidades de mando, experiencia y, en una época donde los gastos de armamento corrían por cuenta propia, también el dinero para proveerle a sus compañeros de los mejores utensilios de combate.

Es este el motivo por el cual los atenienses no extendieron el principio del sorteo hasta los cargos militares, porque deseaban, en este caso, conservar el derecho a decidir quién estaba más capacitado para dirigirlos y armarlos en el combate, motivo por el cual también se explica el hecho de que en la mayoría de los casos, la elección favoreciera a miembros de la clase eupátrida, poseedores del mayor prestigio así como de las mayores riquezas.

Y es justamente éste también el motivo por el cual las personalidades políticas más relevantes del siglo V fueran casi todas integrantes de lo que hoy llamaríamos el “generalato” ateniense: Clístenes, Temístocles, Cimón, Pericles, todos ellos fueron dirigentes militares, al menos nominalmente, lo cual, sin embargo, no era la causa principal detrás de la influencia que ejercían sobre sus conciudadanos. El poder de los grandes personajes políticos del siglo V derivaba más bien de pertenecer a las familias aristocráticas más importantes, vinculación que era la que en realidad los obligaba a postularse para encabezar al ejército, ocupación ―y honor― natural de todo aristócrata en la constitución primitiva. Por tanto, como la areté no se autoproclama, sino que debe ser reconocida por los demás, la elección de generales era más una concesión al honor de los aristócratas que una limitación al principio anti-profesional de la democracia.

Con todo y ello, aunque comandaran el ejército, las magistraturas militares eran tan débiles políticamente como lo eran todas las demás, es decir, carecían de iniciativa política y sus acciones estaban sometidas al control de la asamblea y los tribunales, prerrogativa que no era, ni mucho menos, una mera formalidad, ya que al menos una vez por mes, había juicios políticos, muchos de ellos dirigidos contra generales.

Se hallan motivos similares en el origen de los también electos cargos financieros, introducidos a partir de la restauración democrática del año 404/3. Básicamente, los atenienses preferían elegir a personas ricas para magistraturas tales como la Junta del Teórico (fondo para financiar los eventos públicos y, luego, para pagar por todo lo que Atenas necesitase) o la Junta Tesorera del Ejército y de la Armada, so pretexto de escoger abiertamente a quienes poseyeran las mayores fortunas. Efectivamente, para los atenienses, la riqueza de alguien era suficiente prueba de sus cualidades administradoras; y en caso de resultar un fiasco o haber efectuado decisiones equivocadas, sus bienes serían la fuente para reponer el daño hecho al fisco.

Si alguien de escasos recursos era seleccionado para el cargo ¿De dónde reponer luego lo perdido en caso de malversación? Se le podía castigar con penas que incluían la capital, es cierto, pero inhabilitar o ejecutar a un mal administrador no reponía el erario, por lo que mejor era dejar ese cargo en manos de personas ricas, que, de paso, tendrían así menos tentación de apoderarse del dinero público. Y en cuanto a su influencia en la toma de decisiones, los magistrados financieros tampoco poseían mayor poder político. Podían hacer propuestas específicas a la Boulé, para que ésta los sometiera a la Ekklesía, pero lo hacían a título personal ―para lo cual era indiferente que ocuparan un cargo o no― o en calidad de funcionarios con conocimientos de causas. En ambos casos, sin embargo, la decisión final correspondía al voto de los ciudadanos que asistieran ese día o, en caso de demanda, al juicio de los tribunales populares.

Ahora bien, no puede concluirse que el porqué de la utilización del sorteo en el sistema ateniense era consecuencia del bajo poder que ostentaban los magistrados ―fueran ultimadamente seleccionados por voto o por suerte― dado que cargos tan importantes como los Bouleutai y, sobre todo, los Dikastai y los Nomothetai, eran también sorteados.

Los primeros de este grupo, los Bouleutai o miembros de la Boulé, eran quienes recibían las propuestaa que, amparados por el principio de ho boulomenos, introducía para su consideración cualquier ciudadano ateniense; además, eran quienes las debatían en primera discusión y, finalmente quienes las introducían o no en la preparación del orden del día de la Ekklesía, así como quienes ejercían la coordinación y supervisión de las demás juntas ejecutivas ―incluida la de los diez Estrategoi electos―.

Por todo esto, los miembros de la Boulé eran quizá los funcionarios más influyentes en el devenir político del año en que durasen funcionando y es precisamente por eso que sus cargos eran equiparados con los demás magistrados en cuanto a las restricciones: duración de un año, dokimasia, euthynai y restricción a participar en tan sólo dos oportunidades, no consecutivas.

Sortear la pertenencia a la Boulé estaba amparado por el principio de rotación explicado más arriba; pero en cuanto al sorteo de los Heliastai, el grupo de 6.000 voluntarios de donde se sorteaban a su vez los Dikastai y los Nomothetai, respondía a un precepto democrático adicional al de la rotación: la independencia.

Cuando se sometía a juicio a un funcionario en ejercicio, así como cuando se juzgaba la validez de una legislación específica y a su proponente, se les sometía a la consideración del Demos, del pueblo, dado que era éste quien, en su calidad de auténtico soberano, tenía la última palabra. Sin embargo, el juicio popular no se hacía frente al pueblo reunido en asamblea, sino frente a tribunales compuestos en su totalidad por personas mayores de treinta años, que habían tomado el juramento heliástico de votar conscientemente de acuerdo con las leyes y que habían sido seleccionados por sorteo al inicio del año, lo que quería decir que cumplían todos los requisitos usuales para ejercer una magistratura (Cfr. Cova, 2008, Cap. II).

Este conjunto de medidas tenían como primera finalidad la de preseleccionar personas con experiencia comprobada ―para los griegos, la experiencia era una virtud de primer orden―. Pero con la introducción del sorteo también se lograba que las personas no debieran su rol de jurados a ninguna clase, grupo o tendencia política, ni siquiera a la mera aprobación del electorado, sino que sólo se lo debieran a su expresa voluntad de participar.

Si sumamos esta independencia provista por el sorteo al hecho de que los dikastai y los nomothetai votaban sus veredictos en secreto, obtenemos un juicio político atenido únicamente a la conciencia de los jurados, quienes son a su vez ciudadanos del común que están, por tanto, muy vinculados a los efectos positivos o negativos del magistrado o legislación enjuiciados.

Así, a través del análisis de la experiencia ateniense, se puede concluir parcialmente que, mediante el sorteo, se preservaban dos principios básicos de la democracia ―tal como se la entendía entonces― la rotación y la independencia, los cuales son, a su vez, preceptos indispensables para garantizar el que es el objetivo final detrás de la fundación misma de la democracia: la Libertad.

Más de 1500 años luego del fin de la independencia ateniense de manos de los reyes macedonios, la experiencia republicana italiana enseña una utilidad adicional en el uso del sorteo, en concreto la experiencia de la ciudad que algunos historiadores osan llamar la Atenas del Renacimiento, Florencia. Veamos.

Los florentinos, temiendo, al igual que los atenienses, el riesgo oligárquico vinculado al “profesionalismo”, introdujeron los Divieti, medidas que, entre otras, impedían ejercer un determinado cargo de forma consecutiva a la misma persona o cualquiera de sus familiares directos, así como también que las magistraturas de mayor importancia durasen lo menos posibles. Todas estas prohibiciones necesariamente generaban rotación en los cargos, aun cuando no fuese considerada el objetivo central de las medidas.

Para los habitantes de Florencia resultaba importante el fomentar la participación de todos en el gobierno, concebida como la única medida que, manteniendo a raya al poder, evitara la pérdida de la Libertad. Entre los florentinos, ocupar posiciones de poder era importante, debido, primeramente, a los honores personales, pero por sobre todo, en razón del prestigio comercial ―la “competitividad” diríamos hoy― que otorgaba el ser miembro de una familia con ascendiente e influencia en los asuntos públicos de su comunidad. Es por esto que el sorteo fue introducido como un elemento externo o neutral de escogencia, que permitiera seleccionar funcionarios públicos en una realidad política donde todos querían serlo y por lo cual estaban dispuestos a las más intensas y ―a veces― despiadadas “campañas electorales”, en las que cada una de las partes sospechaba de las otras, por el simple hecho de que ellas mismas estaban dispuesta a hacer lo indecible por alzarse con el triunfo.

Los comentarios del historiador florentino Bruni ―contemporáneo de todas estas pugnas― alaban la manera en que el sorteo había reducido la intensidad de las batallas entre facciones políticas, aún cuando él mismo no era partidario de la mencionada práctica. Bruni (citado por Manin, 1998, p. 72) consideraba que cuando los candidatos tenían que competir por el respaldo y voto de sus conciudadanos, se esmeraban por comportarse modélicamente y hasta se volvían pródigos; sin embargo, una ciudad en guerra permanente no era buena para los negocios y si el sorteo garantizaba la paz, era entonces bienvenido. En Florencia, sorteo era sinónimo de neutralidad.

Ahora bien, resta una última consideración acerca de las implicaciones de sortear un cargo público: cómo garantizar capacitación. O lo que es lo mismo, cómo evitar que, al sortear un cargo, éste no fuera a caer en manos de una persona incompetente para el mismo.

De entrada hay que descartar cualquier asomo de idea que asegure ―o si tan siquiera proponga― que atenienses y florentinos eran totalmente indiferentes a la idea de dejar la administración del Estado en manos incapaces. Jenofonte y Platón presentan a Sócrates preguntando en público por qué, si nadie escogería por sorteo a flautistas, pilotos y constructores, sí lo haría entonces para escoger a quienes se encargarían, por espacio de un año, de dirigir los asuntos públicos.

Aquí conviene detenerse sobre una de las características comunes en los sistemas políticos que hicieron uso del sorteo a lo largo de la historia (cfr. Cova, 2008). Se trata del carácter voluntario de las postulaciones a cargos.

Quizá a consecuencia de la situación imperante en la actualidad, en que los miembros de mesas electorales y los jurados son escogidos de entre el registro electoral o civil, con toda independencia de su voluntad de participar y teniendo que ejercer de forma obligatoria la función para la que se les escogió , al escuchar o leer “sorteo” se cree automáticamente que éste implica sortear de entre la totalidad de la población, sin consideración alguna de las capacidades o méritos del seleccionado para ejercer la función asignada.

Nada más alejado de la realidad (histórica). Los atenienses sorteaban únicamente los nombres de quienes se presentaban voluntariamente en el tiempo y lugar determinados. Igualmente, los Nominatori florentinos sólo introducían en las bolsas nombres de candidatos que expresamente hubiesen declarado su voluntad de participar . Pero en ambos casos, sin embargo, hallamos mecanismos distintos con los que reducir las posibilidades de escogencia de un incompetente.

En Florencia, los sorteos se realizaban en dos procesos distintos: primero, para escoger a quienes escogerían y luego, para decidir de entre los elegidos. En el primer caso, la escogencia por suerte de los 12 cónsules y los 55 ciudadanos que nombraban a los Arroti, se hacía con la finalidad de evitar que siempre fueran las mismas personas quienes evaluasen las listas de nominados; mientras que en el segundo, donde se sorteaban las listas escrutadas por estos mismos Arroti, se hacía para evitar que los escrutinios estuviesen sesgados o votados de acuerdo a arreglos previos.

Pero el squittinio también tenía la finalidad de servir como filtro que mitigase la posible escogencia de incompetentes ―o cualquier otro “indeseable”― que llegase a ser nominado por error o por desconocimiento de los comités, medida la cual, sin embargo, abría las puertas para la manipulación.
En Atenas, por el contrario, la reducción de la probabilidad de escoger incapaces estaba diseñada de tal manera que recayera más en la reflexión y evaluación personal acerca de las propias limitaciones, antes que en manos de comités evaluadores.

Fuera electo o sorteado, el cargo de arche ―como ya vimos, el de menor poder político― comprendía una amplia gama de atribuciones, que iban desde la supervisión de las obras públicas, el mantenimiento del puerto y el cuidado de los altares, hasta la preparación de las minutas del consejo, el entrenamiento de los efebos y la presidencia de los tribunales. Pero en todos ellos, la persona seleccionada formaría parte de un comité ―constituido normalmente por otros nueves magistrados, aunque en el caso del Consejo llegaban a 500― quienes podían dividirse el trabajo, ya fuera por áreas laborales, geográficas o temporales, es decir, que en un comité supervisor de obras, un arche podía dedicarse a coordinar a los esclavos, mientras que otro a proveer las herramientas o que cada uno ejerciera la supervisión en diferentes sectores de la ciudad o alternándose a razón de uno por semana. En cualquier de estas combinaciones, el posible mal que traería consigo un funcionario incompetente, estaría limitado a un solo sector ―fuera éste temático o espacial― y siempre sujeto a la posibilidad de ser corregido por sus compañeros de labor.

Pero si el alcance real de un mal desempeño no era mitigado por la naturaleza misma del cargo o del trabajo en equipo, recordemos que las magistraturas estaban prohibidas para quien no hubiese cumplido 30 años de edad ―lo cual buscaba garantizar experiencia― y quien no hubiese aprobado la dokimasia, realizada justo después de practicado el sorteo. Si bien esta última era una mera formalidad que no pretendía constatar a priori las habilidades del candidato, la persona era descartada de inmediato si en un su registro constaba la existencia de una atimia no cancelada. Esto quiere decir que si en la euthynai realizada al finalizar el ejercicio de un cargo anterior o en el caso también de que el candidato fuere sido depuesto de alguna otra magistratura por el juicio de la asamblea y los tribunales, estaría inhabilitado mientras no cancelase la multa impuesta en el juicio respectivo, información que constaría en los registros inspeccionados por los magistrados que realizaban la dokimasia. Como algunas multas eran tan altas que no alcanzaba una vida para pagarlas, las personas condenadas quedaban automáticamente suspendidas y sus nombres serían rechazados cada vez que insistiera en presentarse.

En el caso de legisladores y jurados ―que también eran escogidos de entre quienes inscribieran voluntariamente sus nombres― la falta de capacidad no era un requisito considerado como vital, porque precisamente lo que se buscaba lograr con el sorteo era, como expuse más arriba, escoger de forma independiente personas que, al no deberle su cargo a nadie más que a la suerte, votaran con base exclusiva en su consciencia. Recordemos que en ambos casos el sorteo era doble: uno primero al principio del año, hecho para escoger al panel de los 6.000 Jurados que, bajo juramento, votarían de acuerdo a las leyes en el caso de ser consultados en los tribunales; y luego otra serie de sorteos hechos para determinar quiénes juzgarían los respectivos juicios, escogidos también de entre quienes concurrían voluntariamente la mañana del juicio.

Durante la audiencia, el Dikastes o el Nomothetes ―según fuera un juicio político o una propuesta legislativa, respectivamente― no conversaba con sus compañeros (de hecho, era mal visto) y votaba de acuerdo con las leyes, los decretos o, en ausencia de éstos, basado en su sentido común y exclusivamente en su propia conciencia ciudadana; de ahí entonces que la idea de capacitación no tenía lugar, siendo rechazado para ser jurado, solamente quien tuviese suspendidos sus derechos políticos.

En conclusión, a diferencia de los florentinos, que dejaban el juicio de capacitación en manos de terceros, los atenienses reducían la probabilidad de escoger incompetentes gracias, precisamente, a que la selección se realizaba entre voluntarios, de quienes se esperaba que no concurriesen si, conociendo sus propias limitaciones, no querían enfrentar la posibilidad de ganarse una atimia.

4. La posibilidad del sorteo en el Siglo XXI
Hasta este punto he explicado los motivos por lo cuales el sorteo desapareció de la política a finales del siglo XVIII, con la aparición del gobierno representativo; así como las tres características principales derivadas de los casos históricos más relevantes: ser siempre una solución práctica y propia a problemas políticos coyunturales, y el hecho de que siempre se le realizara entre voluntarios. Finalmente, expuse la manera en que las comunidades del pasado lidiaban con el problema de la posibilidad de sortear de escoger personas incapacitadas para el cargo. Queda ahora por agotar la siguiente pregunta: ¿Es posible practicar el sorteo en la actualidad?

La primera respuesta que pareciera concurrir a la mente de todo a quien se le hace esta pregunta es un franco y directo “¡No…!” : Con todas las responsabilidades que acarrea el manejo del Estado, dejar la decisión en manos de personas desconocidas, escogidas por sorteo, sería poco menos que un suicidio colectivo. Pero si analizamos esta afirmación a los ojos de las evidencias históricas discutidas en las páginas precedentes, pareciera no ser ya tan conclusiva. Veamos porqué.

Si el sorteo fue una práctica ideada para solventar problemas reales, tangibles, de diferente naturaleza y de urgente resolución, podríamos esperar que, en la actualidad, se volviese a él para solventar las situaciones similares que experimenta actualmente la práctica representativa del gobierno. Listemos los mismos, aunque de forma esquemática, eso sí, porque no son el objetivo central de este trabajo.

Como planteé antes, la principal diferencia entre las modernas formas representativas de gobierno ―como las actuales democracias occidentales― y las formas de gobierno popular que le precedieron ―como la democracia griega y las repúblicas italianas― es que en las primeras, el papel de la ciudadanía es decidir sobre quienes son los que decidirán, mientras que en las segundas, las decisiones las toma directamente el pueblo reunido en asamblea. De este modo, es fácil comprender porqué la escogencia por azar tiene poca cabida en una forma de gobierno donde la legitimidad de los decisores depende enormemente del voto de confianza otorgado por la elección de la mayoría de los ciudadanos o, cuando menos, una pluralidad de los mismos.

Sin embargo, cuando el gobierno representativo fue creado, sus promotores estaban convencidos de la idea de que la elección de cargos recaería siempre en una “aristocracia natural”, conformada por ciudadanos comunes que contaran con ascendiente sobre sus vecinos de comarca, cantón o estado, y nunca en una clase de profesionales, dedicados de lleno a la política y que, con el tiempo, terminarían asegurando para sí el control de los espacios de decisión, alegando conocimientos y experticias no poseídos por la masa de los electores. Estos partidos políticos, son aquellas estructuras organizadas en forma centralizada y jerárquica que detentan “oligopólicamente” la transmisión de las demandas ciudadanas.

En la actualidad, es casi imposible participar de alguna instancia de poder público si no se pertenece a un partido político y si no se alcanza la candidatura de acuerdo con las reglas por ellos impuestas. Como estas organizaciones no son productoras “directas” de bienes o servicios, el dinero para las cada vez más costosas campañas electorales debe provenir de donantes y financistas que, si bien externos a los partidos, son afines a sus objetivos. Pero he aquí que la naturaleza misma de esta estructuración ha provocado que, muchas veces (si no siempre) la relación esbozada se presente de forma opuesta, según la cual, los candidatos son en realidad los abanderados de los intereses de sus financistas. Así, tenemos que en nuestros días, los altos cargos de gobierno suelen presentar una composición muy poco representativa para con la sociedad que gobiernan.

Esta situación ha encendido las alarmas de los filósofos y teóricos políticos, quienes ven en el estado de cosas vigente un peligro grave para la libertad, esencia misma de la democracia. Según estos autores es urgente la búsqueda de nuevos mecanismos de participación y toma de decisiones, que liberen a dichos procesos de la hegemonía que ejercen las organizaciones de masas, los medios de comunicación y las grandes corporaciones. Algunas propuestas son de tipo moderado y sólo plantean una mayor apertura y transparencias de las instancias públicas, mientras que otras exigen la total transformación de los sistemas políticos actuales. No obstante e independientemente de la radicalidad o de las implicaciones que conllevan sus posturas, en lo que no fallan en coincidir es en que el sistema democrático, no sólo no está acabado ni ha llegado a su grado de desarrollo más perfecto, sino que la forma en que ha terminado funcionando acarrea una amenaza para su continuidad misma y para sus principios fundamentales.

En paralelo a la situación generada por la “democracia de partidos” que predomina en todo el mundo occidental, donde los actores políticos se encuentran en estado de dependencia con los entes externos al Estado que influyen o determinan su llegada al gobierno ―así como su continuación en el mismo― existe un segundo factor de poder que, movido por sus propios intereses e instintos de supervivencia, ejerce enorme influencia en el devenir de la vida institucional de cualquier comunidad política. Se trata de la burocracia.

Resulta que una vez que los políticos, luego de una campaña ya de por si influenciada por montones de intereses no necesariamente comprometidos con el bien colectivo, han logrado conquistar los cargos para los que se proponían, encuentran al interior de la estructura estatal una nueva barrera que, a manera de filtro, retrasa, atenúa, transforma o simplemente impide, la ejecución de las políticas públicas promovidas por los dirigentes en pleno uso de facultades legales estipuladas por las constituciones y las leyes, y con “autorización” basada en el capital político obtenido en los procesos comiciales.

En sistemas presidencialistas comunes en el continente americano, el único cargo de la administración pública que podría llamarse democrático por ser electo por la ciudadanía, es el jefe de dicha administración, el Presidente, quien nombra para su asistencia un gabinete ―de libre nombramiento y remoción― que se encargará de dirigir las diferentes y muy complejas instituciones de gobierno, actuando bajo los preceptos y directrices impuestos por el jefe del Estado ―a quien deben el cargo―. Pero pese a la libertad del Presidente y sus ministros de nombrar y remover los máximos puestos directivos según su parecer, la casi totalidad de la administración pública está compuestas por profesionales de carrera cuyos cargos, o datan de administraciones anteriores, o continuarán hasta mucho después de terminados sus ejercicios, estando a su vez protegidos por las leyes en caso de entrar en conflicto con las máximas jerarquías.

Todo obligatoriamente limita aún más las posibilidades de acción de los dirigentes, fenómeno que, puesto en conjunto con las dos características anteriores ―influencia de los partidos y los sectores financistas y la monopolización del poder por profesionales a dedicación exclusiva, “los políticos”― sirve para entender el porqué del desencanto universal con la democracia en sus formas actuales ―o incluso con la política en general― trayendo con ello un desapego por todo lo político, o, incluso, algo que es mucho peor, la exacerbación de la anti-política.

Para finalizar con la contextualización del momento histórico en que vivimos, vale la pena mencionar un rasgo de la conducta social occidental en el tercer milenio: se trata de lo que en los años „70s, el sociólogo Norbert Elias (1980/1998) consideró como un estado de rebeldía contra toda forma de autoridad en los individuos, empezando por una rebelión contra los mismos padres, quienes ya no cuentan con el poder con el que históricamente dominaban a sus hijos, sobre la base de su natural superioridad en las fases tempranas de la existencia humana. Esta rebelión, esta independencia contra los símbolos y entidades del poder, desde los legales hasta los tradicionales ―e incluso contra los biológicos y físicos― resultado, según Elías, de los logros de la urbana y capitalista sociedad industrial, produce a su vez un inmenso efecto sobre los individuos, quienes, libres de los controles externos, dependerán ahora más de los límites internos, es decir, aquellos que los mismos individuos se auto-imponen para poder seguir conviviendo en comunidad.

Es decir, según Elias (1980/1998), vivimos en una sociedad compuesta por entes cada vez más libres pero auto-gobernados, seres mayormente dependientes de los elementos internos de control, antes que en los externos, con los que con mayor frecuencia entrará en conflicto y a los que buscará reducir, apartar o, incluso, eliminar, en la medida en que le sea posible.

Toda esta larga consideración de la realidad de nuestros días bajo enfoques politológicos y sociológicos, la he realizado para exponer un fondo, un contexto, sobre el cual buscar insertar, de ser posible, el uso del sorteo como mecanismo de selección de cargos públicos, bajo la idea de que dicho método fue en el pasado una solución práctica a problemas políticos coyunturales, derivados de las condiciones sociales particulares a cada caso y donde los individuos se sometían a él voluntariamente, generando con ello situaciones de libertad, igualdad, rotación, neutralidad y justicia que pudieron aplacar las tensiones en cada momento y darle estabilidad y ánimo a los respectivos sistemas políticos.

Las consideraciones arriba enumeradas ―problemas con los partidos políticos, el financiamiento de los mismos, el descontrol sobre la burocracia y la inherente rebeldía que fermenta en la civilización occidental actualmente― parecen hacer viable el sorteo, pero ¿qué hay de las reservas que aún puedan tenerse para con el azar como decisor en política, argumentando que dicho método es únicamente posible en aquellas sociedades pequeñas o poco desarrolladas donde todos son iguales? Baste decir, primero, que una sociedad de iguales ―si es que alguna vez ha existido― no es una sociedad que requiera de la política, dado que esta sólo surge como una alternativa a la violencia en aquellas sociedades donde han de convivir, obligatoriamente, quienes tienen diferentes concepciones sobre lo que debe de hacerse, con igualmente diferentes y dinámicas posibilidades de convencer a los otros (i.e., una sociedad de desiguales).

Que Atenas haya sido una Polis donde todos fueran blancos y hablaran nada más que griego no puede imponerse como supuesta prueba de homogeneidad, obviando la mucho más importante evidencia de que aquella misma sociedad produjera, al mismo tiempo, a Platón y Aristóteles. Lo mismo puede decirse de su nivel de desarrollo y complejidad social si sólo se supone que eran primitivos porque no hubiesen inventado los cohetes o la televisión, los cuales, cabe destacar, tampoco se habían inventado cuando se fundaron los gobiernos representativos bajos los que nos gobernamos, sin mayores modificaciones, en la actualidad. Los griegos no eran primitivos, sencillos y homogéneos por el hecho de que todos calzaran el mismo modelo de sandalia, por el mismo motivo por el cual los modernos no somos avanzados, complejos y heterogéneos por tener una inmensa opción de marcas de calzado en el mercado.

Por más que la vida material determine a la conciencia, las pruebas de lo diferentes y diversos que llegaron a ser los griegos, en concreto los atenienses ―y luego de ellos los romanos y los italianos del Medioevo― están a la vista de todo aquel que se tome la molestia de indagar en la vida y el pensamiento del mundo antiguo, donde constatará, con fascinación, como, aun siendo tan diferentes, esos pueblo se habían ya planteado los más importantes problemas y conflictos que padecemos en la actualidad, y quienes buscaron resolverlos fueron los mismos hombres que idearon el sorteo como solución satisfactoria a algunos de esos problemas y conflictos.

En cuanto a diferencias tan críticas como la esclavitud y los prejuicios en contra de la mujer, estos dos elementos existían tanto al fundarse el gobierno popular en la Antigüedad y el Medioevo, como cuando se fundó el gobierno representativo moderno. Sin embargo, la esclavitud de los antiguos ―propia de una sociedad eminentemente guerrera― aunque cruel e inhumana como toda esclavitud, no estaba basada en mayores principios raciales (aunque sí los llevaba implícitos) y, por el contrario, abría la posibilidad de que un esclavo liberado se incorporara a la sociedad y adquiriera derechos civiles o hasta políticos (Platón, en sus desventuras, probó el sabor de la esclavitud y en Roma era normal ver al nieto de un liberto iniciando el cursus honorem). Esta capacidad no fue posible en América (norte y sur) sino hasta un siglo después de la abolición de la esclavitud, y eso asociado a muchos costes, tanto políticos como sociales.

Sin embargo y pese a las evidencias en contra de la idea de que el sorteo sólo es posible en sociedades pequeñas y homogéneas, si se insiste en lo contraproducente de incorporarlo a los colosales Estados-nacionales de la actualidad, burocráticos y altamente especializados, y tan diversos como híper-poblados, sugiero recordar que en ellos subsisten al mismo tiempo centenares de “unidades sociales” que cumplen las citadas características de sencillez y homogeneidad que harían viable al sorteo. Se trata de los municipios y demás micro-entidades políticas (parroquias, urbanizaciones, condominios, etc.) donde, por lo demás, la elección suele producir conflictos sociales y hasta decepciones personales, al tener que competir entre si quienes hasta entonces se consideraban relativamente iguales.

Las propuestas contemporáneas de mini-gobierno local, como los Núcleos de Intervención Participativa o los Consejos Comunales, bien podrían ser espacios donde el sorteo, no sólo sea posible, sino que incluso y tal como aseguran Dienel y Harms (2000), sean necesarios.

5. CONCLUSIÓN
Mi investigación tuvo como objetivo central analizar los principios y fundamentos del sorteo, a través del estudio de la aplicación del mismo en los sistemas políticos de la Antigüedad y el Medioevo y por las conceptualizaciones hechas a través de los siglos por los diferentes teóricos políticos que de alguna forma o de otra, lo consideraron en sus argumentaciones filosóficas.

Como tuvimos oportunidad de ver en la discusión precedente, el sorteo real, es decir, el presente en la historia ―empirie de la Teoría política― fue siempre una solución práctica, no dogmática, ingeniada para solventar los problemas coyunturales que iban apareciendo a medida que se asentaban las formas de gobierno popular que lo utilizaron. En todos los casos, fue una medida aplicada entre los voluntarios, entre los deseosos de participar en las instancias de decisión y manejo de los asuntos públicos, nunca para el total de la población, en desmedro de la voluntad de participación de los potenciales escogidos.

Como dicho método acarrea riesgos, referidos especialmente a la posibilidad de escoger incompetentes, las soluciones para disminuir estos sin pérdida de los beneficios asociados al sorteo, incluyeron la disminución del tiempo de ejercicio, la colegiatura de los cargos, la revisión de cuentas y los constantes juicios político-administrativos. En algunas oportunidades, el sorteo era combinado de forma alternada con la elección, de manera de descartar con ello a potenciales incompetentes o personas con principios contrarios a los del sistema político y social.

El éxito asociado durante siglos a la práctica de sortear cargos, abrió el camino hasta las páginas de los teóricos políticos, quienes ya en la misma Grecia Antigua, identificaban el sorteo como un mecanismo propio e inseparable de las formas de gobierno populares (democracias). Dicha asociación sobrevivió a la Antigüedad misma, y la encontramos repetida a lo largo de los siglos por toda Europa, ya sea en los escritos de los Ilustrados franceses o de los Revolucionarios americanos.

Sin embargo, con el nacimiento del Gobierno Representativo, a finales del siglo XVIII, el sorteo es por completo dejado de lado como instrumento de selección, en pos de una utilización exclusiva del método de la elección, sobre la base de que los asuntos públicos debe dejarse en manos de un grupo preferible y moderadamente pequeño de personas, quienes se dedicarán a la política de forma exclusiva y responsable, teniendo que responder por sus actos en comicios periódicos. La legitimidad de estos “profesionales” estaría provista por el respaldo que, a través del voto, otorgaría una mayoría de la población, constituida para la ocasión en cuerpo electoral, masa activa cuya única función sería la de reunirse para decidir sobre quiénes serán los decisores.
Esta es la razón por la que el sorteo desapareció de la escena política occidental: porque no era compatible con los principios básicos del Gobierno Representativo, en el cual lo importante era conferir legitimidad, mediante el voto, a los encargados de dirigir el gobierno. La forma representativa de gobierno busca legitimar a la élite encargada del poder, la forma popular ―sorteo mediante― busca abrir la participación de la totalidad de la población.

Bajo la luz que emiten los hechos, tanto históricos como teóricos, traigo a colación la idea que, a manera de hipótesis o proposición marco, sirvió como guía de esta investigación: la de que el sorteo puede y de hecho es, en esencia, una práctica común a la forma de gobierno libre y, por tanto, su implementación podría practicarse en sociedades que se reconozcan como tales.

En efecto, el sorteo hizo aparición en los gobiernos populares de Grecia e Italia ―antigua y medieval― como un resguardo de la libertad contra la tiranía, lo mismo que otros mecanismos tales como la rotación obligatoria, la rendición de cuentas, el control por parte de las asambleas y los juicios político-administrativos, así como los demás componentes de orden social inherentes y esenciales para esta forma de existencia, como lo eran la libertad de expresión, de participación, el libre tránsito y el libre mercado.

En el momento de las Revoluciones Liberales, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, se pensó que un gobierno con plena y total participación, dominado por las asambleas abiertas, era tan peligroso para la Libertad como lo eran en su esencia las monarquías absolutistas de gobiernos personalistas y hereditarios, por lo que se optó por una síntesis entre estos dos extremos, estableciendo un gobierno de representantes, legitimados por el voto de sus conciudadanos. Sin embargo, los principios mismos que llevaron a la creación del Gobierno Representativo ―Libertad, Propiedad y Gestión Responsable― están, de acuerdo al criterio de la mayoría de los teóricos actuales, en grave peligro.

El incremento de las responsabilidades del Estado, los desmesurados costos y extensión de las campañas electorales que han hecho necesarios la profesionalización de la política, la conformación de partidos políticos y la búsqueda de grandes financiamientos, se ha traducido en una disminución del alcance real de las políticas públicas y el control ciudadano sobre dichas políticas y sobre los funcionarios, así como en un peligroso aumento del poder de los sectores apolíticos y anti-políticos de la población.

Este fenómeno hace necesario el rescate de mecanismos de control y participación, que devuelvan poder al común de los ciudadanos y lo reconcilien con la política. La búsqueda de respuesta a las preguntas planteadas tras los objetivos de este trabajo ha permitido conocer con amplitud y precisión los principios, usos, fundamentos y trayectoria del concepto de “sorteo” como mecanismo de escogencia política. Con base en este conocimiento podemos señalar que: el sorteo bien puede ser un mecanismo útil, que, gracias a la independencia de juicio que otorga, devolvería a los ciudadanos muchas de sus libertades de escogencia y acción en el convulso mundo contemporáneo.

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