Postconvencionales No. 4, noviembre 2011,
pp. 53-74. ISSN
2220-7333.
ESCUELA DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y ADMINISTRATIVOS
De la escogencia de
cargos públicos por sorteo: ¿disparate o solución?
Este artículo
proviene, en su mayor parte, de los capítulos finales de El sorteo, escogencia
de cargos públicos por selección aleatoria. Trabajo especial de investigación
[sin publicar]. Caracas: Escuela de Estudios Políticos y Administrativos,
Universidad Central de Venezuela, (septiembre 2008).
Sebastián Cova
Universidad Católica “Andrés Bello”
Resumen
A diferencia de lo que podría parecer de entrada, la
escogencia de cargos públicos por selección aleatoria (sorteo) no es ni
absurdo, ni una práctica desconocida en la historia política de Occidente. Una
indagación, tanto en las constituciones de las más significativas
ciudades-estado de la Antigüedad y de la Edad Media, así como en la filosofía
política anterior a la Revolución Francesa, revelará, con facilidad, que el
sortear cargos, no sólo era conocido, sino que era bastante común, al punto de
ser considerado un mecanismo esencial a las formas de gobierno basadas en la
libertad. El propósito de este trabajo es, primero, demostrar lo común que era
la selección aleatoria tanto en la práctica como en la teoría política
anteriores a la Revolución Industrial y, luego, tratar de esbozar una teoría
que analice el porqué de dicha institución y su importancia en garantizar la
Libertad y la Igualdad, tan caras a los Occidentales.
Tabla de contenidos
1. Introducción
2. Razones de su olvido
3. Algunos rasgos históricos comunes
4. La posibilidad del sorteo en el siglo XXI
5. Conclusión
1. Introducción
La mayor parte de las veces en que he mencionado a alguien
el tema del presente texto, la reacción ha sido similar: casi nadie entiende la
relación que pueda haber entre sorteo y política. Cuando al explicarles que
estudio el sorteo como un método de selección de cargos públicos, pocos
vislumbran de qué manera puede ser el mismo un mecanismo, no digamos ya
confiable, sino tan siquiera concebible para algo tan “delicado” como lo es la
escogencia de los administradores del Estado.
Sin embargo, el estudio de la historia da a entender algo
completamente distinto: si de forma mágica pudiéramos traer al presente a algún
filósofo político anterior al año 1789, para que tuviera la oportunidad de
analizar los principios políticos vigentes en la actualidad, seguro nos
terminaría por preguntar, sorprendido “¿Cómo es que no han considerado al
sorteo como método?” Y es que, efectivamente, incluso entre quienes se le
oponían de forma tajante, los teóricos de la política previos a la Revolución
Francesa, sabían muy bien que la opción de sortear un cargo era válida dentro
de cierta lógica y conjunto de valores, donde la libertad y la participación
abierta en los asuntos públicos se tenían como bienes supremos. Y si bien estos
no eran los fundamentos que se perseguían durante la Ilustración, para los
promotores de ésta tenía sentido aplicar el sorteo en las ocasiones en que tal
forma de gobierno libre quisiera ser implementada. Que estos mismos filósofos
descartasen al sorteo por no considerarlo adecuado para sus propósitos, era un
asunto completamente distinto a descartarlo sobre la base de que la idea fuese
absurda y sin siquiera méritos para la consideración.
De los ejemplos que provee la historia, me ha sido posible
extraer tres características principales, presentes siempre que el sorteo fue
tanto aplicado como teorizado, y de los cuales se pueden derivar sus principios
fundamentales. Estos son (1) Se realizó como solución espontánea a problemas
emergentes; (2) fue siempre una solución propia de cada comunidad; y (3) se
practicaba entre voluntarios.
Ahora bien, lo común y esencial que fue el sorteo, tanto en
la práctica como en la teoría, lleva a preguntarse: ¿Cómo es posible que
desapareciera de ambas (práctica y teoría), en unas pocas generaciones luego de
las revoluciones Atlánticas, al punto que hoy en día su sola mención parezca
una excentricidad? Pero esta pregunta, lejos de servir para comprobar lo
contraproducente de sortear cargos, sirve como una comprobación, si se quiere
“negativa”, de los principios que definen a dicha práctica. Responder a esta
pregunta me llevará, nuevamente, a hurgar en la historia, en este caso, la
historia de la elección; sin embargo, esta aparente desviación (que no es tal)
servirá como marco para el análisis del sorteo.
2. Razones de su
olvido
Como he detallado en otra oportunidad (Cova, 2008), en todos
los lugares y las épocas en que ciertos cargos públicos eran sorteados, el
resto de los mismos eran elegidos, es decir, asignados mediante la votación de
toda o una parte de la ciudadanía que escogía entre dos o más candidatos a
ocupar dichos cargos. En Atenas, la elección era utilizada para asignar menos
del 15% de las magistraturas, mientras que en Roma, la elección era la norma y
el sorteo sólo se aplicaba como un correctivo para solucionar los defectos
inherentes al método electoral. En Florencia, elección y sorteo eran combinados
en varios niveles; mientras que en Venecia, donde, al igual que en Roma, la
elección era la norma, apelaban al sorteo sólo en el inicio del proceso
electoral.
Pero con el ascenso de los monarcas absolutos al inicio de
la Modernidad, quedaron fuera de lugar todos los mecanismos de selección
distintos a la sola y simple voluntad del rey, lo que produjo que, en la
teoría, los filósofos no realizaron ya mayores discusiones acerca de las
virtudes y defectos de ambos métodos, elección y sorteo, salvo por los casos en
que, como ya vimos, los circunscribían al análisis histórico, y no ya dentro
del debate político contemporáneo, centrado para entonces en torno a las
facultades y alcances del poder soberano del Estado.
Ahora bien, antes de que esto último sucediera, en el
interior de la sociedad feudal y estamental del centro y norte de Europa, se
gestaron cambios en la forma de gobierno tradicional, en donde el rey era,
antes que nada, un señor de la guerra, comisionado a conducir a sus súbditos en
el combate y de mantener el orden y la seguridad durante la paz. Se trata de la
aparición de las primeras asambleas estamentales que, con diferentes nombres,
eran convocadas por el monarca para obtener Auxilium et Consilium, es decir,
ayuda y consejo en la dirección del reino.
Por esta vía, nobles y burgueses urbanos hallaron modesta
aunque significativa participación en los asuntos políticos de los nacientes
Estado-nacionales. Y si bien en un primer momento sólo se los requería para
aprobar las demandas militares y financieras de la corona, el tiempo probó que
la reunión de dichas asambleas era una amenaza para el creciente poder
monárquico, el cual, por reacción, terminaría reduciendo, dispersando o hasta
eliminando las asambleas, y concentrando en la persona del rey todos los
poderes que antes eran sólo obtenibles por la aprobación de aquella.
Una excepción en esta historia política fue Inglaterra,
donde las pugnas, principalmente de orden religioso, mantenidas entre la corona
y el parlamento a todo lo largo del siglo XVII, concluyeron en un par de
deposiciones reales -la primera con decapitación del soberano incluida- y el
triunfo del Parlamento, con cuya aprobación debían contar desde entonces los
monarcas para designar a los ministros que desarrollarían las labores de
gobierno.
Los detalles de la historia resumida en los párrafos
anteriores no compete a los objetivos del presente trabajo , salvo por el
importante hecho de que la escogencia de quienes se reunirían en lo que desde
entonces se conoció como la House of Commons (cámara de los comunes) del
Parliament (parlamento) inglés, eran notables designados por sus coterráneos,
quienes los escogían en honor a su respetabilidad, posición social o tradición
familiar. Estos Members of Parliament (MP) representaban a las ciudades y
comarcas más importantes mediante una autoridad fideicomisaria, es decir,
autoridad propia suficiente para decidir qué era lo mejor, sin necesidad de un
mandato delimitado por sus representados, ni el deber de consultar con éstos
cada vez que fuera a tomarse una decisión trascendental; los MP actuaban de
acuerdo, principalmente, a su criterio.
Ahora bien, durante los primeros siglos de existencia de
este sistema, los MP era muchas veces “honrados” por sus vecinos de parroquia o
comarca a través de aclamación, sobre la base de que confiaban en ellos para la
dirección del reino. Sin embargo, el devenir político posterior a la Revolución
Gloriosa de 1688-1689 había generado una fractura en el interior de la élite
política inglesa, oponiendo a dos facciones con visiones distintas sobre el
papel del gobierno y la manera de administrarlo, situación que condujo a que
los incipientes partidos ingleses, para dirimir sus diferencias, convocaran
elecciones en las que obtendrían el respaldo y legitimidad necesarios para
formar gobierno y proponer políticas.
Los colonos ingleses trasplantaron esta tradición
representativa al Nuevo Mundo, poniéndola en práctica primero en sus asambleas
coloniales y, luego de la Independencia, en sus legislaturas municipales,
estadales y federales.
De esta manera se evidencia que el moderno e innovador
Gobierno Representativo, no descendía por línea directa de la tradición
republicana, contraria al poder absoluto de los reyes, sino que, de hecho, fue
desde sus inicios perfectamente compatible con dichas monarquías, siendo en
realidad una adaptación y moderación de éstas, antes que una respuesta
contraria.
La vinculación entre representatividad y republicanismo
comienza realmente durante las revoluciones liberales que sacudieron el
Atlántico a fines del siglo XVIII, durante las cuales, la propia evolución de
los acontecimientos, primero en América y luego en Francia, hicieron
incompatible el grado de representación y control público que demandaban los
revolucionarios, con el grado de hegemonía y control que aún conservaban los
reyes y sus cortes , lo que tampoco significa que los revolucionarios actuaran
en total desconocimiento de lo argumentado desde hacía siglos por la tradición
republicana.
Rousseau, Montesquieu y Harrington eran autores de renombre,
muy leídos en la Francia y América pre-revolucionarias, lo mismo que
Maquiavelo, Guicciardini, Cicerón y Aristóteles. Así mismo, el estudio de la
historia antigua era casi un deber entre los intelectuales, quienes veían en
Roma, Esparta y Atenas dignos ejemplos de virtud ciudadana, demostrado por la
preeminencia en sus debates de temas como las causas de la decadencia de la
República Romana, así como la utilización de los nombres Brutus, Cato y Publio
para firmar con seudónimos los panfletos políticos que escribían en apoyo de
sus ideas. La tradición republicana grecorromana fue de inspiración para lo
fundadores del Gobierno Representativo, sin embargo, no fue de ella que
extrajeron los mecanismos e instituciones de gobierno, por más que copiaran
algunos nombres.
En cuanto al gobierno popular de ciudadanos reunidos en
asamblea, propio de las ciudades-estados del pasado, no era una idea concebible
por la mente de los revolucionarios finiseculares, formados en el contexto de
Estados-nacionales, monarcas y parlamentos de nobles y burgueses, sistemas
políticos donde la legitimidad residía en la tradición ―en el caso de los
reyes― y en el voto de confianza otorgado por los representados ―en el caso de
las asambleas estamentales―. Así, cuando a los ojos de sus súbditos, los reyes
habían dejado de ser una seguridad para el mantenimiento del orden y el
resguardo de la propiedad ―perdiendo con ello el aprecio y respeto de sus
gobernados― pensaron que se debía a que los nobles recibían su poder por
herencia, sin estar verdaderamente capacitados para ello y desconociendo, a
causa de su vida palaciega, las necesidades y devenires reales de la población.
Al mismo tiempo, la experiencia americana, tan alejada del
rey y del parlamento como para asegurar que se gobernaban por si solos, sumado
a la aparentemente igualitaria prosperidad que se extendía por esas tierras
―libres de nobles y de vasallos― convencía a propios y extraños de que una
forma de gobierno, o incluso una forma de organización social completamente
nueva, era posible.
Si embargo, como demuestran los debates en el seno de la
Convención Constitucional de Filadelfia de 1787, así como los publicados en
prensa para debatir la ratificación del proyecto de Constitución, los políticos
americanos no negaban la existencia de una aristocracia, ni la posibilidad de
que existieran personas más capacitadas que otras para el ejercicio de la
política. Sin embargo, para los Padres Fundadores, la aristocracia era natural,
formada a través de la experiencia y descubierta por sus conciudadanos mediante
la elección, para ellos muy diferente de la europea, que lo era por cuna,
cerrada e impuesta a la población desde hacía más de mil años.
De esta manera, los Padres Fundadores americanos parecen coincidir
con la tradición de autores que, desde Platón hasta Rousseau (cfr. Cova, 2008,
Cap. III), consideraban a la elección como el mecanismo por el cual se escogía
a los gobernantes en una aristocracia. Pueda que dicha coincidencia haya sido
en parte producto de la lectura de estos mismos autores y en parte producto de
su propia experiencia como políticos activos desde los días anteriores a la
Revolución. En cualquier caso, lo cierto es que para los promotores de la
Independencia americana, una élite en potencia reside en el seno de toda
sociedad, siendo las elecciones la manera de descubrirla y ponerla al frente de
la dirección de los proyectos comunes.
Vista esta historia, no es difícil concluir que el sorteo
fue descartado como método de selección en el momento de la fundación de los
Gobiernos Representativos, por el simple hecho de que para los revolucionarios
fundadores lo importante era conferir legitimidad a la clase dirigente y no
imponer una igual oportunidad de participación en el poder. Para americanos y
franceses, el gobierno debía estar en manos de una élite natural, es decir, una
élite salida de la misma población y autorizada por ésta para ejercer el
gobierno, situación diferente a aquella en que la totalidad de la población
ejerce constantemente dicha labor. Por ende, el método necesario era aquel
donde la ciudadanía escogiese, eligiese quiénes eran los más capaces de entre
ellos mismos y los llevase al poder. En un sistema como éste, el sorteo tenía
poca cabida.
Queda claro entonces porqué el sorteo no se utilizó para
escoger cargos públicos: no es un mecanismo que determine quién es mejor para
ejercer labores de gobierno, ni tampoco otorga legitimidad a quien salga
seleccionado, componentes ambos de carácter elemental en una forma de gobierno
que, en sus orígenes, no se pretendía democrática. Continuemos ahora con el
análisis del sorteo, a través del estudio de sus principios en el ámbito del
gobierno popular.
2. Algunos rasgos
históricos comunes
Al estudiar los casos históricos en que se aplicó el sorteo,
lo primero que vemos es cómo éste fue introducido de manera espontánea, no con
arreglo a ideas eternas y absolutas, sino como una solución práctica, propuesta
en medio de situaciones conflictivas y aceptada por el grueso de las partes en
conflicto como la única forma de escogencia verdaderamente neutral, carente de
―o al menos muy poco influenciable por― intrigas y manejos políticos.
Evidencia de esto lo hallamos en el momento en que
Clístenes, habiéndose asegurado ya el mando de Atenas, reordena el Ática
distribuyendo aleatoriamente a los recién creados demos en 10 nuevas tribus,
con el objetivo de fomentar el espíritu de unidad entre toda la población a la
vez que debilitar la base de poder de los clanes terratenientes rivales al
suyo, fragmentándola en pequeñas parcelas y uniéndola a intereses mercantiles y
artesanales opuestos a los agrícolas.
Para reforzar este logro y evitar que la antigua clientela
de los aristócratas, por más que separados geográficamente, siguiera votándoles
por costumbre, o que emergieran nuevas aristocracias en el seno de las nuevas
tribus, Clístenes y sus partidarios impusieron que la duración de los cargos
fuera anual y que una misma persona no pudiese ocupar cualquier cargo por dos
años consecutivos. El sorteo fue introducido entonces para garantizar dicha
rotación, así como para asegurar la participación de las bases de poder
clisteniana ―en su mayoría personas de los órdenes medios e inferiores― quienes
obtenían de esta manera una igual probabilidad de salir seleccionados,
independientemente de sus orígenes o condiciones socioeconómicas.
Cien años más tarde, en el siglo IV, las evidencias indican
que la extensión del sorteo en la selección de los tribunales populares se
hacía aún en función de fines prácticos, ya que en un principio los Dikasterion
se componían de 201, 401 o el número respectivos de jurados, sobre la base de
diez grupos prefijados, de 600 integrantes cada uno, asignados al inicio del
año en el sorteo para constituir el panel de los 6.000 jueces. Pero a medida
que fueron pasando los años y se descubrieron notorios casos de intimidación,
chantaje o soborno, las mesas fueron constituidas, primero, por el orden en que
fueran llegando los jurados, luego se introdujo que estos grupos se asignaran
por sorteo a los diferentes casos para finalmente, en 378 a.C., establecer que
cada uno de los voluntarios que se presentasen fueran sorteados a cada panel de
201, 401, o más; una vez constituidos estos, se asignaban a los casos
respectivos también por sorteo, de modo que nadie supiera sino hasta el último
momento quiénes iban a ser juzgados por quiénes.
Dado que los tribunales populares fueron obra de Solón
―quizá la única institución democrática en que fuentes e historiadores
atribuyen sin lugar a dudas al famoso legislador― quiere decir que desde el
momento de su introducción hasta la época de Aristóteles ―un período de
alrededor de 250 años― fueron modificados numerosas veces con la intención de
corregir los defectos que iba revelando la práctica; como la mayoría de estas
reformas incluyó la extensión del uso del sorteo, quiere decir que dicho
mecanismo fue introducido con la mira siempre puesta en la solución de
problemas coyunturales.
En Roma, el sorteo fue introducido cuando los cambios en el
número y estructuración de las centurias implicó la inevitable participación de
los ciudadanos pertenecientes a la segunda clase censitaria ―o pueda incluso
que hasta la tercera, según fuera el verdadero alcance de las reformas
socioeconómicas hechas en el siglo III a.C.― lo que urgía a aplicar una manera
rápida de alcanzar consensos electorales. Como el haber fijado de una vez y
para siempre la centuria con prerrogativa hubiese terminado otorgando mucho
poder a los integrantes de la misma ―reduciendo la necesidad de los candidatos
en hacer campañas entre los integrantes de la última centuria de primera clase―
se acordó entonces que la prerrogativa, es decir, el derecho a votar de
primero, se sortearía cada vez que hubiese elecciones, de modo que los
candidatos hicieran igual campaña en cada centuria sobre la base de que no
sabrían cuál votaría de primera.
Una situación muy similar aconteció en los comicios
tribales, donde las 35 tribus votaban a la vez, cruzando cada una sus votos por
los diferentes candidatos de la manera que mejor les pareciera. Esta situación
producía una alta probabilidad de arrojar como ganadores a varios aspirantes
para un mismo cargo. La manera de solucionarlo fue establecer que el puesto lo
obtenía quien alcanzara de primero una mayoría simple (1/2+ 1) de los votos.
Pero como esta nueva regla otorgaría mucho poder a la tribu cuyos votos se
contasen de primero y poco o nada a la última ―en el caso de que el orden de
apertura fuera fijo― se introdujo aquí también entonces la solución utilizada
para las elecciones centuriales: escoger por sorteo la tribu cuya urna
electoral fuese escrutada primero, de modo que los candidatos se promovieran en
igual proporción frente a todos los votantes.
Las ciudades italianas de la Alta Edad Media también
sortearon sus magistraturas. Como he detallado en otra oportunidad (Cova,
2008), lo hicieron en el marco de las sucesivas experimentaciones llevadas a
cabo para controlar el acceso a los ambicionados cargos públicos de la
comunidad. A veces suprimieron el método para probar escogencias hechas
únicamente por elecciones, lo que iniciaba motines, protestas y acusaciones de
fraude o manipulación, que sólo conducían a la re-institución del sorteo.
Relacionada estrechamente con esta primera característica de
la escogencia por suerte, extraída de la evidencia histórica, hallamos también
el hecho de que en todos estas comunidades, el sorteo fue implementado como una
solución propia, es decir, no fue aplicado en cada caso por imitación a otros,
ni mucho menos bajo un ideal de que, al establecer un gobierno de base amplia o
popular, el sorteo era el mecanismo de selección obligado. Si escoger por
suerte fue en cada caso una solución práctica a los problemas del momento, es
lógico pensar entonces que el método surgía como solución espontánea, incluso
en las ocasiones en que, como sucedió en el Medioevo, se supiera que en otra
parte se había aplicado con éxito o incluso cuando, en el caso griego, Atenas
obligara a varias de sus poleis aliadas a establecer sistemas democráticos con
sorteo incluido. Pero si una ciudad aplicaba el método luego de saber la manera
en que se usaba en otra, era por la urgente necesidad de buscar una salida a
los problemas propios y no por un deseo explícito y concreto de imitar a sus
vecinas.
Finalmente, la característica más importante es que el
sorteo se realizaba entre voluntarios, nunca entre ciudadanos pasivos, sin
interés o voluntad de participar. Pero sobre este punto volveré más adelante,
dado que lo considero vital para entender la verdadera esencia de la elección
por suerte. Proseguiré más bien aquí con el análisis de los orígenes y
objetivos.
En cuanto a los orígenes del sorteo, las explicaciones que
lo vinculan con la religión han quedado desacreditadas por completo, tanto las
referidas a la Antigüedad clásica como a la Edad Media.
En la actualidad carece de sustento la idea, planteada por
Coulange (cfr. Cova, 2008), de que la escogencia por suerte en Atenas date de
una época arcaica, en la que todo giraba en torno a la religión, siendo el
sorteo la manera de conferirles a los magistrados el consentimiento de la
Divina Providencia. Se le descartó porque las evidencias históricas y
arqueológicas halladas señalan que el primer método utilizado fue la elección y
no el sorteo.
Igual fenómeno se observa durante la Edad Media, cuando lo
único preocupante para Papas y teólogos era que usaran el sorteo como práctica
adivinatoria, mientras que no se oponían si era para resolver pugnas políticas
o disputas distributivas. De haber sido originalmente una práctica religiosa
―hecho que debería estar conservado en textos y tradiciones de las que, sin
embargo, hasta hoy no se conoce ninguna― la Iglesia no hubiese objetado su uso
y, por el contrario, es hasta probable esperar que hubiese avalado su extensión
en el mundo laico.
Las referencias religiosas sugeridas por las fuentes
clásicas y entendidas por Coulange como indiscutible prueba del carácter
religioso de las magistraturas, puede compararse con lo que sucede en una
importante institución antigua, de alcance internacional y que ha sobrevivido
hasta nuestros días, el Papado. En la actualidad ―pero desde hace varios
siglos― los Papas son elegidos por el Colegio de Cardenales, quienes consideran
que el Señor, cuya guía invocan antes de pasar a votar, orienta y avala los sucesivos
sufragios. De ahí no se desprende entonces que la elección sea en todo el mundo
una práctica derivada de la doctrina cristiana ni que los resultados
electorales sean aceptados, en cada caso, por ser la voluntad de Dios.
Queda claro entonces que el origen del sorteo no era una
extrapolación de prácticas religiosas ni implementado por razones
“ideológicas”, sino que era ideado e introducido con fines prácticos. Sobre
cuáles eran estos fines y de qué manera los garantizaba el sorteo se comprueba
a través del análisis del caso ateniense.
Aristóteles (Política, VI, 2, 1317b) dice que el principal
objetivo de la democracia es el mantenimiento de la Libertad, entendida ésta
como la capacidad de vivir como se quiera ―en lo privado― y de ocupar cualquier
cargo ―en lo público―. La peor amenaza contra la Libertad es el gobierno, por
lo que es mejor entonces que no exista. Pero si su existencia es requerida,
entonces sus instancias de decisión y ejecución deben estar compuestas por la
totalidad de la ciudadanía, de modo que los intereses de todos sean escuchados
y nadie abuse del poder.
Es por esta razón que, en democracia, el poder reside en el
Demos, en el pueblo, quien toma decisiones reunido en asambleas convocadas
periódicamente y en la que cualquier ciudadano tiene derecho de participar y
hacer oír su voz.
Ahora bien, la ejecución de las decisiones del Demos no
pueden llevarse a cabo por la totalidad de la población, por el simple hecho de
que las ejecuciones requieren supervisión constante y la democracia se ha
instituido precisamente para que las personas puedan dedicarse a vivir sus
vidas como mejor les parezca. Por ello, el cumplimiento de las decisiones del
pueblo se encomienda a un reducido grupo de personas, las estrictamente
suficientes para garantizar la ejecución de las mismas.
Pero esta solución entraña un problema: nombrar encargados
de hacer cumplir las leyes es potencial amenaza para la soberanía del pueblo
reunido en asamblea, dado que los funcionarios podrían volverse expertos
conocedores de su oficio y llegar a hacerse indispensables para la continuidad
del gobierno, poniendo así en riesgo el sistema democrático y la Libertad misma.
La solución ateniense fue la de reducir el mandato de los
magistrados a un solo año, establecer exámenes tanto previos como posteriores
al ejercicio de los cargos ―con la posibilidad de descalificar a un aspirante o
de penalizar a un ex funcionario― el derecho de revisión por la Ekklesía de
todas las gestiones a lo largo de sus períodos de ejercicio y, sobre todo, la
prohibición de ejercer la misma magistratura en más de una oportunidad.
Hasta este punto, no parece asomar la necesidad de sortear
los cargos, ya que podría pensarse que con limitar los períodos de servicio
público es suficiente. Pero he aquí que Aristóteles introduce una idea que
seguramente era muy extendida en la Atenas de su tiempo y que arroja luces
sobre los ideales políticos que motivaron la utilización del sorteo. Dice el
filósofo de Estagira que, de existir una sociedad en la cual un grupo dentro de
ella fuera perfecto, es decir, que estuviera dotado de las mejores virtudes
humanas, lo lógico sería pensar en designar a dicho grupo para que sea quien
vele por los demás, ocupando perennemente los cargos de gobierno. Pero como tal
sociedad no existe y los humanos son imperfectos y variados por naturaleza, es
entonces necesario que de lo público se ocupen todos, rotándose por las
distintas magistraturas.
Y es que en la rotación de los cargos públicos, Aristóteles
encuentra la mejor escuela de gobierno, dado que, la persona que hoy es
gobernada, mañana podrá ser quien gobierne, sólo para volver a ser un ciudadano
corriente pasado-mañana. De esta forma, alternando entre el gobierno y la
“sociedad civil”, se le confiere a quienes dirigen en un momento determinado,
una idea real de la situación en que viven sus conciudadanos, así como evitar,
mediante el temor de estar luego en la posición contraria, que abusen de los
poderes de los que están investidos momentáneamente. De esta manera, carecería
de sentido tomar una decisión beneficiosa sólo para el grupo dirigente o
dedicarse a perjudicar a los contrarios, ya que se sabrá de antemano que en
poco menos de un año no se poseerá poder alguno para perpetuar la situación
promovida.
Con este objetivo aclarado es que Hansen (1991), Staveley
(1972) y Headlam (1891), pero en especial Manin (1998) ―quien sintetiza como
nadie los trabajos de sus tres predecesores― entienden porqué los griegos
consideraban al sorteo como un mecanismo mucho más apropiado que la elección a
la hora de garantizar el ideal de la rotación. La elección requiere, tanto que
alguien tenga la iniciativa de ocupar un cargo como de que los demás piensen
que él es el más indicado para ejercerlo. Si el resto de los ciudadanos piensan
que el candidato es digno de ocupar un cargo una primera vez, puede que también
lo consideren digno para una segunda, tercera o cuarta oportunidad, lo cual,
por otro lado, reduciría significativamente la necesaria rotación. Si como una
solución a este problema se prohibiera la reelección, se estaría restringiendo
entonces el derecho inalienable de la ciudadanía de expresar su opinión,
inconcebible en un sistema donde la asamblea del pueblo es soberana. Con el
sorteo, en cambio, la opinión de nadie es consultada, por lo que el único
afectado por la prohibición de ocupar dos veces la misma magistratura sería el
interesado en ejercerla.
Es ésta la razón principal detrás de la implementación del
sorteo: garantizar una mayor rotación como mecanismo del gobierno popular donde
en ningún caso el ejercicio diario y constante del poder puede ser practicado
por la totalidad de la ciudadanía.
Sin embargo, la veracidad de esta conclusión, por más que
parcial, parece mermar si se la somete a la luz de un par de excepciones
halladas en la experiencia histórica, nuevamente la ateniense. Se trata del
caso concreto de las magistraturas militares ―desde el inicio de la Democracia―
y las magistraturas financieras ―luego de la restauración de la misma, a
inicios del siglo IV―. ¿Por qué entonces, si el sorteo garantizaba la rotación,
este grupo de magistraturas fueron siempre electas y nunca designadas por la
suerte?
La idea general es que estos dos grupos de cargos eran los
más dignos e importantes de Atenas, además de ser los únicos que requerían un
mayor grado de capacitación técnica, por lo que sortearlos habría sido una
afrenta contra la majestad de los mismos, así como un riesgo enorme, dada la
posibilidad de asignarlos a personas sin conocimientos verificados. Es ésta, al
menos, la idea que con más frecuencia se halla en la casi totalidad de las
obras históricas modernas. Sin embargo, aunque contiene elementos verídicos, no
es del todo atinada en su explicación, veamos porqué.
La sociedad griega antigua era una sociedad guerrera. El
mismo nombre con el que designaban a sus comunidades, polis, que originalmente
significa “fortaleza”, lo certifica; también lo prueba el hecho de que las
ciudades griegas que rivalizaban rara vez firmaban acuerdos de paz, en su lugar
acordaban treguas por períodos específicos, así como el que el entrenamiento
militar era un requisito obligatorio por parte de todo varón llegado a la
adultez en aras de obtener pleno uso de sus derechos políticos.
En una sociedad conformada en torno a la constante presencia
de la guerra ―aún cuando pasaran años sin pelear una sola batalla― el rol del
jefe militar es muy importante, al punto que el comandante llega a ser
necesitado y aclamado por la comunidad de hombres en armas, quienes son los que
deciden quiénes de entre ellos son los más capacitados para dirigirlos hacia la
victoria.
Esto quiere decir que la elección de los jefes que
comandarían las unidades tácticas ―cualquiera fuera el tamaño o composición de
estas― era una decisión que competía únicamente a los implicados, es decir, a
los integrantes de dichas unidades tácticas, quienes buscaban en sus jefes las
cualidades de mando, experiencia y, en una época donde los gastos de armamento
corrían por cuenta propia, también el dinero para proveerle a sus compañeros de
los mejores utensilios de combate.
Es este el motivo por el cual los atenienses no extendieron
el principio del sorteo hasta los cargos militares, porque deseaban, en este
caso, conservar el derecho a decidir quién estaba más capacitado para
dirigirlos y armarlos en el combate, motivo por el cual también se explica el
hecho de que en la mayoría de los casos, la elección favoreciera a miembros de
la clase eupátrida, poseedores del mayor prestigio así como de las mayores
riquezas.
Y es justamente éste también el motivo por el cual las
personalidades políticas más relevantes del siglo V fueran casi todas
integrantes de lo que hoy llamaríamos el “generalato” ateniense: Clístenes,
Temístocles, Cimón, Pericles, todos ellos fueron dirigentes militares, al menos
nominalmente, lo cual, sin embargo, no era la causa principal detrás de la
influencia que ejercían sobre sus conciudadanos. El poder de los grandes
personajes políticos del siglo V derivaba más bien de pertenecer a las familias
aristocráticas más importantes, vinculación que era la que en realidad los
obligaba a postularse para encabezar al ejército, ocupación ―y honor― natural
de todo aristócrata en la constitución primitiva. Por tanto, como la areté no
se autoproclama, sino que debe ser reconocida por los demás, la elección de
generales era más una concesión al honor de los aristócratas que una limitación
al principio anti-profesional de la democracia.
Con todo y ello, aunque comandaran el ejército, las
magistraturas militares eran tan débiles políticamente como lo eran todas las
demás, es decir, carecían de iniciativa política y sus acciones estaban
sometidas al control de la asamblea y los tribunales, prerrogativa que no era,
ni mucho menos, una mera formalidad, ya que al menos una vez por mes, había
juicios políticos, muchos de ellos dirigidos contra generales.
Se hallan motivos similares en el origen de los también
electos cargos financieros, introducidos a partir de la restauración
democrática del año 404/3. Básicamente, los atenienses preferían elegir a
personas ricas para magistraturas tales como la Junta del Teórico (fondo para
financiar los eventos públicos y, luego, para pagar por todo lo que Atenas
necesitase) o la Junta Tesorera del Ejército y de la Armada, so pretexto de
escoger abiertamente a quienes poseyeran las mayores fortunas. Efectivamente,
para los atenienses, la riqueza de alguien era suficiente prueba de sus
cualidades administradoras; y en caso de resultar un fiasco o haber efectuado
decisiones equivocadas, sus bienes serían la fuente para reponer el daño hecho
al fisco.
Si alguien de escasos recursos era seleccionado para el
cargo ¿De dónde reponer luego lo perdido en caso de malversación? Se le podía
castigar con penas que incluían la capital, es cierto, pero inhabilitar o
ejecutar a un mal administrador no reponía el erario, por lo que mejor era
dejar ese cargo en manos de personas ricas, que, de paso, tendrían así menos
tentación de apoderarse del dinero público. Y en cuanto a su influencia en la
toma de decisiones, los magistrados financieros tampoco poseían mayor poder
político. Podían hacer propuestas específicas a la Boulé, para que ésta los
sometiera a la Ekklesía, pero lo hacían a título personal ―para lo cual era
indiferente que ocuparan un cargo o no― o en calidad de funcionarios con
conocimientos de causas. En ambos casos, sin embargo, la decisión final
correspondía al voto de los ciudadanos que asistieran ese día o, en caso de
demanda, al juicio de los tribunales populares.
Ahora bien, no puede concluirse que el porqué de la
utilización del sorteo en el sistema ateniense era consecuencia del bajo poder
que ostentaban los magistrados ―fueran ultimadamente seleccionados por voto o
por suerte― dado que cargos tan importantes como los Bouleutai y, sobre todo,
los Dikastai y los Nomothetai, eran también sorteados.
Los primeros de este grupo, los Bouleutai o miembros de la
Boulé, eran quienes recibían las propuestaa que, amparados por el principio de
ho boulomenos, introducía para su consideración cualquier ciudadano ateniense;
además, eran quienes las debatían en primera discusión y, finalmente quienes
las introducían o no en la preparación del orden del día de la Ekklesía, así
como quienes ejercían la coordinación y supervisión de las demás juntas
ejecutivas ―incluida la de los diez Estrategoi electos―.
Por todo esto, los miembros de la Boulé eran quizá los
funcionarios más influyentes en el devenir político del año en que durasen
funcionando y es precisamente por eso que sus cargos eran equiparados con los
demás magistrados en cuanto a las restricciones: duración de un año, dokimasia,
euthynai y restricción a participar en tan sólo dos oportunidades, no
consecutivas.
Sortear la pertenencia a la Boulé estaba amparado por el
principio de rotación explicado más arriba; pero en cuanto al sorteo de los
Heliastai, el grupo de 6.000 voluntarios de donde se sorteaban a su vez los
Dikastai y los Nomothetai, respondía a un precepto democrático adicional al de
la rotación: la independencia.
Cuando se sometía a juicio a un funcionario en ejercicio,
así como cuando se juzgaba la validez de una legislación específica y a su
proponente, se les sometía a la consideración del Demos, del pueblo, dado que
era éste quien, en su calidad de auténtico soberano, tenía la última palabra.
Sin embargo, el juicio popular no se hacía frente al pueblo reunido en
asamblea, sino frente a tribunales compuestos en su totalidad por personas
mayores de treinta años, que habían tomado el juramento heliástico de votar
conscientemente de acuerdo con las leyes y que habían sido seleccionados por
sorteo al inicio del año, lo que quería decir que cumplían todos los requisitos
usuales para ejercer una magistratura (Cfr. Cova, 2008, Cap. II).
Este conjunto de medidas tenían como primera finalidad la de
preseleccionar personas con experiencia comprobada ―para los griegos, la
experiencia era una virtud de primer orden―. Pero con la introducción del
sorteo también se lograba que las personas no debieran su rol de jurados a
ninguna clase, grupo o tendencia política, ni siquiera a la mera aprobación del
electorado, sino que sólo se lo debieran a su expresa voluntad de participar.
Si sumamos esta independencia provista por el sorteo al
hecho de que los dikastai y los nomothetai votaban sus veredictos en secreto,
obtenemos un juicio político atenido únicamente a la conciencia de los jurados,
quienes son a su vez ciudadanos del común que están, por tanto, muy vinculados
a los efectos positivos o negativos del magistrado o legislación enjuiciados.
Así, a través del análisis de la experiencia ateniense, se
puede concluir parcialmente que, mediante el sorteo, se preservaban dos
principios básicos de la democracia ―tal como se la entendía entonces― la
rotación y la independencia, los cuales son, a su vez, preceptos indispensables
para garantizar el que es el objetivo final detrás de la fundación misma de la
democracia: la Libertad.
Más de 1500 años luego del fin de la independencia ateniense
de manos de los reyes macedonios, la experiencia republicana italiana enseña
una utilidad adicional en el uso del sorteo, en concreto la experiencia de la
ciudad que algunos historiadores osan llamar la Atenas del Renacimiento,
Florencia. Veamos.
Los florentinos, temiendo, al igual que los atenienses, el
riesgo oligárquico vinculado al “profesionalismo”, introdujeron los Divieti,
medidas que, entre otras, impedían ejercer un determinado cargo de forma
consecutiva a la misma persona o cualquiera de sus familiares directos, así
como también que las magistraturas de mayor importancia durasen lo menos
posibles. Todas estas prohibiciones necesariamente generaban rotación en los
cargos, aun cuando no fuese considerada el objetivo central de las medidas.
Para los habitantes de Florencia resultaba importante el
fomentar la participación de todos en el gobierno, concebida como la única medida
que, manteniendo a raya al poder, evitara la pérdida de la Libertad. Entre los
florentinos, ocupar posiciones de poder era importante, debido, primeramente, a
los honores personales, pero por sobre todo, en razón del prestigio comercial
―la “competitividad” diríamos hoy― que otorgaba el ser miembro de una familia
con ascendiente e influencia en los asuntos públicos de su comunidad. Es por
esto que el sorteo fue introducido como un elemento externo o neutral de
escogencia, que permitiera seleccionar funcionarios públicos en una realidad
política donde todos querían serlo y por lo cual estaban dispuestos a las más
intensas y ―a veces― despiadadas “campañas electorales”, en las que cada una de
las partes sospechaba de las otras, por el simple hecho de que ellas mismas
estaban dispuesta a hacer lo indecible por alzarse con el triunfo.
Los comentarios del historiador florentino Bruni
―contemporáneo de todas estas pugnas― alaban la manera en que el sorteo había
reducido la intensidad de las batallas entre facciones políticas, aún cuando él
mismo no era partidario de la mencionada práctica. Bruni (citado por Manin,
1998, p. 72) consideraba que cuando los candidatos tenían que competir por el
respaldo y voto de sus conciudadanos, se esmeraban por comportarse modélicamente
y hasta se volvían pródigos; sin embargo, una ciudad en guerra permanente no
era buena para los negocios y si el sorteo garantizaba la paz, era entonces
bienvenido. En Florencia, sorteo era sinónimo de neutralidad.
Ahora bien, resta una última consideración acerca de las
implicaciones de sortear un cargo público: cómo garantizar capacitación. O lo
que es lo mismo, cómo evitar que, al sortear un cargo, éste no fuera a caer en
manos de una persona incompetente para el mismo.
De entrada hay que descartar cualquier asomo de idea que
asegure ―o si tan siquiera proponga― que atenienses y florentinos eran
totalmente indiferentes a la idea de dejar la administración del Estado en
manos incapaces. Jenofonte y Platón presentan a Sócrates preguntando en público
por qué, si nadie escogería por sorteo a flautistas, pilotos y constructores,
sí lo haría entonces para escoger a quienes se encargarían, por espacio de un
año, de dirigir los asuntos públicos.
Aquí conviene detenerse sobre una de las características
comunes en los sistemas políticos que hicieron uso del sorteo a lo largo de la
historia (cfr. Cova, 2008). Se trata del carácter voluntario de las
postulaciones a cargos.
Quizá a consecuencia de la situación imperante en la
actualidad, en que los miembros de mesas electorales y los jurados son
escogidos de entre el registro electoral o civil, con toda independencia de su
voluntad de participar y teniendo que ejercer de forma obligatoria la función para
la que se les escogió , al escuchar o leer “sorteo” se cree automáticamente que
éste implica sortear de entre la totalidad de la población, sin consideración
alguna de las capacidades o méritos del seleccionado para ejercer la función
asignada.
Nada más alejado de la realidad (histórica). Los atenienses
sorteaban únicamente los nombres de quienes se presentaban voluntariamente en
el tiempo y lugar determinados. Igualmente, los Nominatori florentinos sólo
introducían en las bolsas nombres de candidatos que expresamente hubiesen
declarado su voluntad de participar . Pero en ambos casos, sin embargo,
hallamos mecanismos distintos con los que reducir las posibilidades de
escogencia de un incompetente.
En Florencia, los sorteos se realizaban en dos procesos distintos:
primero, para escoger a quienes escogerían y luego, para decidir de entre los
elegidos. En el primer caso, la escogencia por suerte de los 12 cónsules y los
55 ciudadanos que nombraban a los Arroti, se hacía con la finalidad de evitar
que siempre fueran las mismas personas quienes evaluasen las listas de
nominados; mientras que en el segundo, donde se sorteaban las listas escrutadas
por estos mismos Arroti, se hacía para evitar que los escrutinios estuviesen
sesgados o votados de acuerdo a arreglos previos.
Pero el squittinio también tenía la finalidad de servir como
filtro que mitigase la posible escogencia de incompetentes ―o cualquier otro
“indeseable”― que llegase a ser nominado por error o por desconocimiento de los
comités, medida la cual, sin embargo, abría las puertas para la manipulación.
En Atenas, por el contrario, la reducción de la probabilidad
de escoger incapaces estaba diseñada de tal manera que recayera más en la
reflexión y evaluación personal acerca de las propias limitaciones, antes que
en manos de comités evaluadores.
Fuera electo o sorteado, el cargo de arche ―como ya vimos,
el de menor poder político― comprendía una amplia gama de atribuciones, que
iban desde la supervisión de las obras públicas, el mantenimiento del puerto y
el cuidado de los altares, hasta la preparación de las minutas del consejo, el
entrenamiento de los efebos y la presidencia de los tribunales. Pero en todos
ellos, la persona seleccionada formaría parte de un comité ―constituido
normalmente por otros nueves magistrados, aunque en el caso del Consejo
llegaban a 500― quienes podían dividirse el trabajo, ya fuera por áreas
laborales, geográficas o temporales, es decir, que en un comité supervisor de
obras, un arche podía dedicarse a coordinar a los esclavos, mientras que otro a
proveer las herramientas o que cada uno ejerciera la supervisión en diferentes
sectores de la ciudad o alternándose a razón de uno por semana. En cualquier de
estas combinaciones, el posible mal que traería consigo un funcionario incompetente,
estaría limitado a un solo sector ―fuera éste temático o espacial― y siempre
sujeto a la posibilidad de ser corregido por sus compañeros de labor.
Pero si el alcance real de un mal desempeño no era mitigado
por la naturaleza misma del cargo o del trabajo en equipo, recordemos que las
magistraturas estaban prohibidas para quien no hubiese cumplido 30 años de edad
―lo cual buscaba garantizar experiencia― y quien no hubiese aprobado la
dokimasia, realizada justo después de practicado el sorteo. Si bien esta última
era una mera formalidad que no pretendía constatar a priori las habilidades del
candidato, la persona era descartada de inmediato si en un su registro constaba
la existencia de una atimia no cancelada. Esto quiere decir que si en la
euthynai realizada al finalizar el ejercicio de un cargo anterior o en el caso
también de que el candidato fuere sido depuesto de alguna otra magistratura por
el juicio de la asamblea y los tribunales, estaría inhabilitado mientras no
cancelase la multa impuesta en el juicio respectivo, información que constaría
en los registros inspeccionados por los magistrados que realizaban la
dokimasia. Como algunas multas eran tan altas que no alcanzaba una vida para
pagarlas, las personas condenadas quedaban automáticamente suspendidas y sus
nombres serían rechazados cada vez que insistiera en presentarse.
En el caso de legisladores y jurados ―que también eran
escogidos de entre quienes inscribieran voluntariamente sus nombres― la falta
de capacidad no era un requisito considerado como vital, porque precisamente lo
que se buscaba lograr con el sorteo era, como expuse más arriba, escoger de
forma independiente personas que, al no deberle su cargo a nadie más que a la
suerte, votaran con base exclusiva en su consciencia. Recordemos que en ambos
casos el sorteo era doble: uno primero al principio del año, hecho para escoger
al panel de los 6.000 Jurados que, bajo juramento, votarían de acuerdo a las
leyes en el caso de ser consultados en los tribunales; y luego otra serie de
sorteos hechos para determinar quiénes juzgarían los respectivos juicios,
escogidos también de entre quienes concurrían voluntariamente la mañana del
juicio.
Durante la audiencia, el Dikastes o el Nomothetes ―según
fuera un juicio político o una propuesta legislativa, respectivamente― no
conversaba con sus compañeros (de hecho, era mal visto) y votaba de acuerdo con
las leyes, los decretos o, en ausencia de éstos, basado en su sentido común y
exclusivamente en su propia conciencia ciudadana; de ahí entonces que la idea
de capacitación no tenía lugar, siendo rechazado para ser jurado, solamente
quien tuviese suspendidos sus derechos políticos.
En conclusión, a diferencia de los florentinos, que dejaban
el juicio de capacitación en manos de terceros, los atenienses reducían la
probabilidad de escoger incompetentes gracias, precisamente, a que la selección
se realizaba entre voluntarios, de quienes se esperaba que no concurriesen si,
conociendo sus propias limitaciones, no querían enfrentar la posibilidad de
ganarse una atimia.
4. La posibilidad del
sorteo en el Siglo XXI
Hasta este punto he explicado los motivos por lo cuales el
sorteo desapareció de la política a finales del siglo XVIII, con la aparición
del gobierno representativo; así como las tres características principales
derivadas de los casos históricos más relevantes: ser siempre una solución
práctica y propia a problemas políticos coyunturales, y el hecho de que siempre
se le realizara entre voluntarios. Finalmente, expuse la manera en que las
comunidades del pasado lidiaban con el problema de la posibilidad de sortear de
escoger personas incapacitadas para el cargo. Queda ahora por agotar la
siguiente pregunta: ¿Es posible practicar el sorteo en la actualidad?
La primera respuesta que pareciera concurrir a la mente de
todo a quien se le hace esta pregunta es un franco y directo “¡No…!” : Con
todas las responsabilidades que acarrea el manejo del Estado, dejar la decisión
en manos de personas desconocidas, escogidas por sorteo, sería poco menos que
un suicidio colectivo. Pero si analizamos esta afirmación a los ojos de las
evidencias históricas discutidas en las páginas precedentes, pareciera no ser
ya tan conclusiva. Veamos porqué.
Si el sorteo fue una práctica ideada para solventar
problemas reales, tangibles, de diferente naturaleza y de urgente resolución,
podríamos esperar que, en la actualidad, se volviese a él para solventar las
situaciones similares que experimenta actualmente la práctica representativa
del gobierno. Listemos los mismos, aunque de forma esquemática, eso sí, porque
no son el objetivo central de este trabajo.
Como planteé antes, la principal diferencia entre las
modernas formas representativas de gobierno ―como las actuales democracias
occidentales― y las formas de gobierno popular que le precedieron ―como la
democracia griega y las repúblicas italianas― es que en las primeras, el papel
de la ciudadanía es decidir sobre quienes son los que decidirán, mientras que
en las segundas, las decisiones las toma directamente el pueblo reunido en
asamblea. De este modo, es fácil comprender porqué la escogencia por azar tiene
poca cabida en una forma de gobierno donde la legitimidad de los decisores
depende enormemente del voto de confianza otorgado por la elección de la
mayoría de los ciudadanos o, cuando menos, una pluralidad de los mismos.
Sin embargo, cuando el gobierno representativo fue creado,
sus promotores estaban convencidos de la idea de que la elección de cargos
recaería siempre en una “aristocracia natural”, conformada por ciudadanos
comunes que contaran con ascendiente sobre sus vecinos de comarca, cantón o
estado, y nunca en una clase de profesionales, dedicados de lleno a la política
y que, con el tiempo, terminarían asegurando para sí el control de los espacios
de decisión, alegando conocimientos y experticias no poseídos por la masa de
los electores. Estos partidos políticos, son aquellas estructuras organizadas
en forma centralizada y jerárquica que detentan “oligopólicamente” la
transmisión de las demandas ciudadanas.
En la actualidad, es casi imposible participar de alguna
instancia de poder público si no se pertenece a un partido político y si no se
alcanza la candidatura de acuerdo con las reglas por ellos impuestas. Como
estas organizaciones no son productoras “directas” de bienes o servicios, el
dinero para las cada vez más costosas campañas electorales debe provenir de
donantes y financistas que, si bien externos a los partidos, son afines a sus
objetivos. Pero he aquí que la naturaleza misma de esta estructuración ha
provocado que, muchas veces (si no siempre) la relación esbozada se presente de
forma opuesta, según la cual, los candidatos son en realidad los abanderados de
los intereses de sus financistas. Así, tenemos que en nuestros días, los altos
cargos de gobierno suelen presentar una composición muy poco representativa
para con la sociedad que gobiernan.
Esta situación ha encendido las alarmas de los filósofos y
teóricos políticos, quienes ven en el estado de cosas vigente un peligro grave
para la libertad, esencia misma de la democracia. Según estos autores es
urgente la búsqueda de nuevos mecanismos de participación y toma de decisiones,
que liberen a dichos procesos de la hegemonía que ejercen las organizaciones de
masas, los medios de comunicación y las grandes corporaciones. Algunas
propuestas son de tipo moderado y sólo plantean una mayor apertura y
transparencias de las instancias públicas, mientras que otras exigen la total
transformación de los sistemas políticos actuales. No obstante e
independientemente de la radicalidad o de las implicaciones que conllevan sus
posturas, en lo que no fallan en coincidir es en que el sistema democrático, no
sólo no está acabado ni ha llegado a su grado de desarrollo más perfecto, sino
que la forma en que ha terminado funcionando acarrea una amenaza para su
continuidad misma y para sus principios fundamentales.
En paralelo a la situación generada por la “democracia de
partidos” que predomina en todo el mundo occidental, donde los actores
políticos se encuentran en estado de dependencia con los entes externos al
Estado que influyen o determinan su llegada al gobierno ―así como su
continuación en el mismo― existe un segundo factor de poder que, movido por sus
propios intereses e instintos de supervivencia, ejerce enorme influencia en el
devenir de la vida institucional de cualquier comunidad política. Se trata de
la burocracia.
Resulta que una vez que los políticos, luego de una campaña
ya de por si influenciada por montones de intereses no necesariamente
comprometidos con el bien colectivo, han logrado conquistar los cargos para los
que se proponían, encuentran al interior de la estructura estatal una nueva
barrera que, a manera de filtro, retrasa, atenúa, transforma o simplemente
impide, la ejecución de las políticas públicas promovidas por los dirigentes en
pleno uso de facultades legales estipuladas por las constituciones y las leyes,
y con “autorización” basada en el capital político obtenido en los procesos
comiciales.
En sistemas presidencialistas comunes en el continente
americano, el único cargo de la administración pública que podría llamarse
democrático por ser electo por la ciudadanía, es el jefe de dicha
administración, el Presidente, quien nombra para su asistencia un gabinete ―de
libre nombramiento y remoción― que se encargará de dirigir las diferentes y muy
complejas instituciones de gobierno, actuando bajo los preceptos y directrices
impuestos por el jefe del Estado ―a quien deben el cargo―. Pero pese a la
libertad del Presidente y sus ministros de nombrar y remover los máximos puestos
directivos según su parecer, la casi totalidad de la administración pública
está compuestas por profesionales de carrera cuyos cargos, o datan de
administraciones anteriores, o continuarán hasta mucho después de terminados
sus ejercicios, estando a su vez protegidos por las leyes en caso de entrar en
conflicto con las máximas jerarquías.
Todo obligatoriamente limita aún más las posibilidades de
acción de los dirigentes, fenómeno que, puesto en conjunto con las dos
características anteriores ―influencia de los partidos y los sectores
financistas y la monopolización del poder por profesionales a dedicación
exclusiva, “los políticos”― sirve para entender el porqué del desencanto
universal con la democracia en sus formas actuales ―o incluso con la política en
general― trayendo con ello un desapego por todo lo político, o, incluso, algo
que es mucho peor, la exacerbación de la anti-política.
Para finalizar con la contextualización del momento
histórico en que vivimos, vale la pena mencionar un rasgo de la conducta social
occidental en el tercer milenio: se trata de lo que en los años „70s, el
sociólogo Norbert Elias (1980/1998) consideró como un estado de rebeldía contra
toda forma de autoridad en los individuos, empezando por una rebelión contra
los mismos padres, quienes ya no cuentan con el poder con el que históricamente
dominaban a sus hijos, sobre la base de su natural superioridad en las fases
tempranas de la existencia humana. Esta rebelión, esta independencia contra los
símbolos y entidades del poder, desde los legales hasta los tradicionales ―e
incluso contra los biológicos y físicos― resultado, según Elías, de los logros
de la urbana y capitalista sociedad industrial, produce a su vez un inmenso
efecto sobre los individuos, quienes, libres de los controles externos,
dependerán ahora más de los límites internos, es decir, aquellos que los mismos
individuos se auto-imponen para poder seguir conviviendo en comunidad.
Es decir, según Elias (1980/1998), vivimos en una sociedad
compuesta por entes cada vez más libres pero auto-gobernados, seres mayormente
dependientes de los elementos internos de control, antes que en los externos,
con los que con mayor frecuencia entrará en conflicto y a los que buscará
reducir, apartar o, incluso, eliminar, en la medida en que le sea posible.
Toda esta larga consideración de la realidad de nuestros
días bajo enfoques politológicos y sociológicos, la he realizado para exponer
un fondo, un contexto, sobre el cual buscar insertar, de ser posible, el uso
del sorteo como mecanismo de selección de cargos públicos, bajo la idea de que
dicho método fue en el pasado una solución práctica a problemas políticos
coyunturales, derivados de las condiciones sociales particulares a cada caso y
donde los individuos se sometían a él voluntariamente, generando con ello
situaciones de libertad, igualdad, rotación, neutralidad y justicia que
pudieron aplacar las tensiones en cada momento y darle estabilidad y ánimo a
los respectivos sistemas políticos.
Las consideraciones arriba enumeradas ―problemas con los
partidos políticos, el financiamiento de los mismos, el descontrol sobre la
burocracia y la inherente rebeldía que fermenta en la civilización occidental
actualmente― parecen hacer viable el sorteo, pero ¿qué hay de las reservas que
aún puedan tenerse para con el azar como decisor en política, argumentando que
dicho método es únicamente posible en aquellas sociedades pequeñas o poco
desarrolladas donde todos son iguales? Baste decir, primero, que una sociedad
de iguales ―si es que alguna vez ha existido― no es una sociedad que requiera
de la política, dado que esta sólo surge como una alternativa a la violencia en
aquellas sociedades donde han de convivir, obligatoriamente, quienes tienen
diferentes concepciones sobre lo que debe de hacerse, con igualmente diferentes
y dinámicas posibilidades de convencer a los otros (i.e., una sociedad de
desiguales).
Que Atenas haya sido una Polis donde todos fueran blancos y
hablaran nada más que griego no puede imponerse como supuesta prueba de
homogeneidad, obviando la mucho más importante evidencia de que aquella misma
sociedad produjera, al mismo tiempo, a Platón y Aristóteles. Lo mismo puede
decirse de su nivel de desarrollo y complejidad social si sólo se supone que
eran primitivos porque no hubiesen inventado los cohetes o la televisión, los
cuales, cabe destacar, tampoco se habían inventado cuando se fundaron los
gobiernos representativos bajos los que nos gobernamos, sin mayores
modificaciones, en la actualidad. Los griegos no eran primitivos, sencillos y homogéneos
por el hecho de que todos calzaran el mismo modelo de sandalia, por el mismo
motivo por el cual los modernos no somos avanzados, complejos y heterogéneos
por tener una inmensa opción de marcas de calzado en el mercado.
Por más que la vida material determine a la conciencia, las
pruebas de lo diferentes y diversos que llegaron a ser los griegos, en concreto
los atenienses ―y luego de ellos los romanos y los italianos del Medioevo―
están a la vista de todo aquel que se tome la molestia de indagar en la vida y
el pensamiento del mundo antiguo, donde constatará, con fascinación, como, aun
siendo tan diferentes, esos pueblo se habían ya planteado los más importantes
problemas y conflictos que padecemos en la actualidad, y quienes buscaron
resolverlos fueron los mismos hombres que idearon el sorteo como solución
satisfactoria a algunos de esos problemas y conflictos.
En cuanto a diferencias tan críticas como la esclavitud y
los prejuicios en contra de la mujer, estos dos elementos existían tanto al fundarse
el gobierno popular en la Antigüedad y el Medioevo, como cuando se fundó el
gobierno representativo moderno. Sin embargo, la esclavitud de los antiguos
―propia de una sociedad eminentemente guerrera― aunque cruel e inhumana como
toda esclavitud, no estaba basada en mayores principios raciales (aunque sí los
llevaba implícitos) y, por el contrario, abría la posibilidad de que un esclavo
liberado se incorporara a la sociedad y adquiriera derechos civiles o hasta
políticos (Platón, en sus desventuras, probó el sabor de la esclavitud y en
Roma era normal ver al nieto de un liberto iniciando el cursus honorem). Esta
capacidad no fue posible en América (norte y sur) sino hasta un siglo después
de la abolición de la esclavitud, y eso asociado a muchos costes, tanto
políticos como sociales.
Sin embargo y pese a las evidencias en contra de la idea de
que el sorteo sólo es posible en sociedades pequeñas y homogéneas, si se
insiste en lo contraproducente de incorporarlo a los colosales
Estados-nacionales de la actualidad, burocráticos y altamente especializados, y
tan diversos como híper-poblados, sugiero recordar que en ellos subsisten al
mismo tiempo centenares de “unidades sociales” que cumplen las citadas
características de sencillez y homogeneidad que harían viable al sorteo. Se
trata de los municipios y demás micro-entidades políticas (parroquias,
urbanizaciones, condominios, etc.) donde, por lo demás, la elección suele
producir conflictos sociales y hasta decepciones personales, al tener que
competir entre si quienes hasta entonces se consideraban relativamente iguales.
Las propuestas contemporáneas de mini-gobierno local, como
los Núcleos de Intervención Participativa o los Consejos Comunales, bien
podrían ser espacios donde el sorteo, no sólo sea posible, sino que incluso y
tal como aseguran Dienel y Harms (2000), sean necesarios.
5. CONCLUSIÓN
Mi investigación tuvo como objetivo central analizar los
principios y fundamentos del sorteo, a través del estudio de la aplicación del
mismo en los sistemas políticos de la Antigüedad y el Medioevo y por las
conceptualizaciones hechas a través de los siglos por los diferentes teóricos
políticos que de alguna forma o de otra, lo consideraron en sus argumentaciones
filosóficas.
Como tuvimos oportunidad de ver en la discusión precedente,
el sorteo real, es decir, el presente en la historia ―empirie de la Teoría
política― fue siempre una solución práctica, no dogmática, ingeniada para
solventar los problemas coyunturales que iban apareciendo a medida que se
asentaban las formas de gobierno popular que lo utilizaron. En todos los casos,
fue una medida aplicada entre los voluntarios, entre los deseosos de participar
en las instancias de decisión y manejo de los asuntos públicos, nunca para el
total de la población, en desmedro de la voluntad de participación de los
potenciales escogidos.
Como dicho método acarrea riesgos, referidos especialmente a
la posibilidad de escoger incompetentes, las soluciones para disminuir estos
sin pérdida de los beneficios asociados al sorteo, incluyeron la disminución
del tiempo de ejercicio, la colegiatura de los cargos, la revisión de cuentas y
los constantes juicios político-administrativos. En algunas oportunidades, el
sorteo era combinado de forma alternada con la elección, de manera de descartar
con ello a potenciales incompetentes o personas con principios contrarios a los
del sistema político y social.
El éxito asociado durante siglos a la práctica de sortear
cargos, abrió el camino hasta las páginas de los teóricos políticos, quienes ya
en la misma Grecia Antigua, identificaban el sorteo como un mecanismo propio e
inseparable de las formas de gobierno populares (democracias). Dicha asociación
sobrevivió a la Antigüedad misma, y la encontramos repetida a lo largo de los
siglos por toda Europa, ya sea en los escritos de los Ilustrados franceses o de
los Revolucionarios americanos.
Sin embargo, con el nacimiento del Gobierno Representativo,
a finales del siglo XVIII, el sorteo es por completo dejado de lado como
instrumento de selección, en pos de una utilización exclusiva del método de la
elección, sobre la base de que los asuntos públicos debe dejarse en manos de un
grupo preferible y moderadamente pequeño de personas, quienes se dedicarán a la
política de forma exclusiva y responsable, teniendo que responder por sus actos
en comicios periódicos. La legitimidad de estos “profesionales” estaría
provista por el respaldo que, a través del voto, otorgaría una mayoría de la
población, constituida para la ocasión en cuerpo electoral, masa activa cuya
única función sería la de reunirse para decidir sobre quiénes serán los
decisores.
Esta es la razón por la que el sorteo desapareció de la
escena política occidental: porque no era compatible con los principios básicos
del Gobierno Representativo, en el cual lo importante era conferir legitimidad,
mediante el voto, a los encargados de dirigir el gobierno. La forma
representativa de gobierno busca legitimar a la élite encargada del poder, la
forma popular ―sorteo mediante― busca abrir la participación de la totalidad de
la población.
Bajo la luz que emiten los hechos, tanto históricos como
teóricos, traigo a colación la idea que, a manera de hipótesis o proposición
marco, sirvió como guía de esta investigación: la de que el sorteo puede y de
hecho es, en esencia, una práctica común a la forma de gobierno libre y, por
tanto, su implementación podría practicarse en sociedades que se reconozcan
como tales.
En efecto, el sorteo hizo aparición en los gobiernos
populares de Grecia e Italia ―antigua y medieval― como un resguardo de la
libertad contra la tiranía, lo mismo que otros mecanismos tales como la
rotación obligatoria, la rendición de cuentas, el control por parte de las
asambleas y los juicios político-administrativos, así como los demás
componentes de orden social inherentes y esenciales para esta forma de
existencia, como lo eran la libertad de expresión, de participación, el libre
tránsito y el libre mercado.
En el momento de las Revoluciones Liberales, a finales del
siglo XVIII y principios del XIX, se pensó que un gobierno con plena y total
participación, dominado por las asambleas abiertas, era tan peligroso para la
Libertad como lo eran en su esencia las monarquías absolutistas de gobiernos
personalistas y hereditarios, por lo que se optó por una síntesis entre estos
dos extremos, estableciendo un gobierno de representantes, legitimados por el
voto de sus conciudadanos. Sin embargo, los principios mismos que llevaron a la
creación del Gobierno Representativo ―Libertad, Propiedad y Gestión Responsable―
están, de acuerdo al criterio de la mayoría de los teóricos actuales, en grave
peligro.
El incremento de las responsabilidades del Estado, los
desmesurados costos y extensión de las campañas electorales que han hecho
necesarios la profesionalización de la política, la conformación de partidos
políticos y la búsqueda de grandes financiamientos, se ha traducido en una
disminución del alcance real de las políticas públicas y el control ciudadano
sobre dichas políticas y sobre los funcionarios, así como en un peligroso
aumento del poder de los sectores apolíticos y anti-políticos de la población.
Este fenómeno hace necesario el rescate de mecanismos de
control y participación, que devuelvan poder al común de los ciudadanos y lo
reconcilien con la política. La búsqueda de respuesta a las preguntas
planteadas tras los objetivos de este trabajo ha permitido conocer con amplitud
y precisión los principios, usos, fundamentos y trayectoria del concepto de
“sorteo” como mecanismo de escogencia política. Con base en este conocimiento
podemos señalar que: el sorteo bien puede ser un mecanismo útil, que, gracias a
la independencia de juicio que otorga, devolvería a los ciudadanos muchas de
sus libertades de escogencia y acción en el convulso mundo contemporáneo.
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